El adversario (fragmento)Emmanuel Carrère
El adversario (fragmento)

"Lo más extraño de esta confesión es que nada le obligaba a hacerla. Dieciocho años después, era imposible comprobar la historia. Ya lo era cuando, al volver al club, la refirió a sus amigos. Por otra parte, no se tenía en pie y por eso, paradójicamente, a nadie se le ocurrió ponerla en duda. Un mentiroso, por lo general, se esfuerza en ser verosímil: como lo que contaba no lo era, debía de ser cierto.
Cuando yo estaba en segundo año de liceo, muchos alumnos empezaron a fumar. A los catorce años, yo era el más pequeño de la clase y, como tenía miedo de que se rieran si imitaba a los mayores, urdí una estratagema. Cogía un cigarrillo del cartón de Kent que mi madre había comprado durante un viaje y que guardaba en casa por si algún invitado quería fumar, y me lo metía en el bolsillo del chubasquero y, llegado el momento, en el café donde nos reuníamos al salir de clase, metía la mano dentro. Fruncía los párpados y examinaba mi hallazgo, asombrado. Preguntaba, con una voz que a mí mismo me sonaba penosamente estridente, quién me lo había deslizado en el bolsillo. Ninguno de los presentes, y con razón, decía que había sido él, y sobre todo nadie prestaba atención al incidente, que yo era el único que comentaba. Estaba seguro de que no tenía ningún cigarro en el bolsillo cuando salí de mi casa: lo cual significaba que alguien me lo había metido allí sin que yo me diera cuenta. Repetía que no entendía nada, como si eso bastase para alejar la sospecha de que yo mismo hubiese podido montar aquel sainete para hacerme el interesante. Ahora bien, no lo conseguía. No se negaban a escucharme, pero los más complacientes decían: «Sí, es raro», y hablaban de otra cosa. Yo tenía la impresión de situarles delante de uno de esos dilemas que aunque sean irritantes no pueden por menos de aguzar el ingenio. O bien, como yo pretendía, alguien me había metido aquel cigarrillo en el bolsillo, y la pregunta era: ¿por qué? O si no, era yo quien lo había hecho, y la pregunta era la misma: ¿por qué? ¿Con qué objeto? Yo acababa por encogerme de hombros, con una desenvoltura impostada, y decir que bueno, puesto que el cigarrillo estaba allí, no tenía más remedio que fumármelo. Y me lo fumaba. Pero me dejaba sorprendido y frustrado el hecho de que a los ojos de los demás no pareciese haber pasado otra cosa que los gestos habituales de un fumador: sacar un pitillo y encenderlo, cosa que todos hacían y que yo deseaba hacer sin atreverme. Se habría dicho que nadie se había fijado en todo aquel numerito, en aquella contorsión mediante la cual yo quería afirmar que fumaba y, al mismo tiempo, que si lo hacía era debido a circunstancias totalmente especiales, en suma, que no se trataba de una elección por mi parte de la que yo temía que se burlasen (nadie pensaba en burlarse), sino de una obligación derivada de un misterio. Y me imagino el asombro de Romand al ver la manera en que sus amigos daban por buena su explicación inverosímil. Había salido, había vuelto diciendo que unos tíos le habían dado una paliza y eso era todo. "



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