Música en la sangre (fragmento)Greg Bear
Música en la sangre (fragmento)

"Miró sus zapatillas deportivas y suspiró. Tendrían que resistir, a menos que decidiera tomarle prestados los zapatos a...
Esa idea no le gustaba. Bajó al vestíbulo y cogió una bolsa de plástico de detrás del puesto de periódicos y la llenó con comida ligera de la que tenía en el carrito. Con el agua iba a resultar más difícil; las botellas de plástico abultaban mucho para que las pudiera colgar cómodamente de su cinturón, pero decidió que no había otra alternativa. Y si encontraba agua en el piso superior —seguro que había fuentes—, podría abandonar las botellas.
Empezó el ascenso a las ocho y media de la mañana. Era mejor, pensó, subir diez pisos seguidos y luego descansar, o explorar y ver lo que se vería desde cada nivel. De ese modo, podría llegar a la cima al final del mismo día.
Iba de tramo en tramo tarareando Michelle, agarrándose al pasamanos de acero y atravesando puerta tras puerta. Intentó establecer un ritmo. Kenneth y Howard se la habían llevado una vez de excursión por Maine, y había aprendido que los excursionistas han de llevar un cierto ritmo. Seguir un ritmo hacía mucho más fácil el camino; si rompías el ritmo para seguir a algún otro, te cansabas mucho antes.
—No hay nadie a quien seguir —pensó al llegar al cuarto nivel. Intentó de nuevo cantar Michelle, pero la tonadilla no se ajustaba a sus pasos, de modo que se puso a silbar una marcha de John Williams. En el noveno nivel empezó asentirse mareada. —Uno más—. Y al llegar al décimo, se derrumbó de espaldas contra la pared de los ascensores, mirando hacia las puertas. —Quizá esta idea no fuera buena—. Pero era terca —su madre siempre lo decía, con algo de orgullo en la voz—, e iba a continuar. «No hay otra cosa que hacer»: sus palabras resonaron en el vacío rellano.
Cuando recuperó el aliento, se levantó y puso en orden la botella de agua y la bolsa de comida. Luego cruzó hacia la puerta siguiente y la abrió. Otro tramo de escalera. Luego otro vestíbulo, más pasillos, más oficinas. Se decidió a investigar una de las salas de descanso.
—A ver si hay agua —dijo. Miró las puertas de los lavabos de caballeros y señoras, sonrió y eligió el de caballeros. Enfocó la linterna hacia los espejos y los mingitorios, le picó la curiosidad y entró a ver el servicio. Nunca había visto hasta entonces mingitorios de porcelana adheridos a la pared. Incluso había olvidado cómo se llamaban. Luego miró por debajo de las puertas de los retretes y se estremeció, con miedo teñido de una perversa irrisión interior.
Vio un montón de ropas sobre el suelo en uno de los retretes. «A este se lo tragó el retrete», murmuró, enderezándose mientras se le saltaban las lágrimas—. Pobre hombre, maldita sea.
Se frotó los ojos con el revés de la manga y abrió el grifo de agua caliente de uno de los lavabos. Salió un poco de agua, y más al darle al grifo del agua fría, pero tenía buen aspecto.
Salió de los lavabos y se puso a recorrer el pasillo. Tras una gran puerta doble de madera con placas en las que había nombres en japonés, encontró una sala de espera, con sofás de terciopelo y mesas de cristal frente a un gran escritorio que había junto a una pared de color negro. No había ningún recepcionista detrás del escritorio, y tampoco un montón de ropas. Allí no había nada de interés.
Desde la ventana, miró a la plaza. El pavimento estaba ahora totalmente cubierto por la pátina marrón. «Sube», se dijo. «Escalera hacia el cielo. Si te mueres arriba, estarás más cerca. Pero sube. "



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