El jardín de los dioses (fragmento)Gerald Durrell
El jardín de los dioses (fragmento)

"La isla se torcía como un arco mal hecho: sus dos puntas tocaban casi los litorales griego y albanés, y las aguas del Mar Jónico quedaban apresadas dentro de la curva como un lago azul. Teníamos en la villa un porche espacioso enlosado y cubierto por una parra antigua de la cual pendían como lámparas los grandes racimos de uvas verdes; desde allí la vista, pasando sobre el jardín rehundido lleno de mandarinos y los olivares de verde y plata, abarcaba hasta el mar, azul y terso como el pétalo de una flor. En el buen tiempo comíamos siempre en el porche, sobre la desvencijada mesa de mármol, y era allí donde la familia tomaba todas sus decisiones importantes. La hora del desayuno era la más propicia a la controversia y la disensión, pues era entonces cuando se leía el correo y se hacían, rehacían y desechaban planes para el día; en aquellas sesiones mañaneras se organizaban las fortunas familiares, aunque un tanto imprevisiblemente, de modo que la simple petición de una tortilla podía desembocar en una expedición de tres meses de acampada en una playa remota, como ya había sucedido en una ocasión. Al reunimos, pues, a la luz quebradiza de las primeras horas no estábamos nunca muy seguros de cómo iba a empezar el día. Al principio había que andarse con ojo, porque los ánimos estaban susceptibles; pero poco a poco, bajo la influencia del té, el café, las tostadas, la mermelada hecha en casa, los huevos y la fruta surtida, la tensión mañanera iba cediendo y una atmósfera más benigna tomaba posesión del porche.
La mañana que anunció la llegada del conde entre nosotros no fue distinta de las demás. Todos habíamos llegado a la última taza de café, y cada uno estaba enfrascado en lo suyo: mi hermana Margo, con la rubia melena recogida con un pañuelo, estudiaba dos cuadernos de figurines, tarareando para sí con voz alegre pero desafinada; Leslie, acabado el café, se había sacado del bolsillo una pistolita automática, la había desarmado y estaba limpiándola distraídamente con el pañuelo; mi madre hojeaba un libro de cocina en busca de una receta para el almuerzo, moviendo los labios en silencio e interrumpiendo a veces la lectura para dejar la mirada perdida en el espacio mientras trataba de recordar si disponía de los ingredientes necesarios, y Larry, envuelto en un batín multicolor, comía cerezas con una mano y con la otra sostenía el correo.
Yo estaba muy ocupado en la tarea de alimentar a mi última adquisición, una grajilla que comía tan despacio que la había bautizado con el nombre de Gladstone, porque me habían contado que aquel estadista lo masticaba todo varios cientos de veces. Mientras esperaba que deglutiera cada bocado, dirigía mi mirada monte abajo, hacia el mar seductor, y meditaba el plan del día. "



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