Fiebre azul (fragmento), de Todos los cuentos "Busqué afanosamente en la memoria una situación que se pareciera a lo que me estaba ocurriendo. Noticias de casos clínicos, obras de ficción, anomalías oculares... Algo vislumbré, pero no estaba seguro. Una deformación de la vista que hacía que el paciente viera su entorno a escala reducida. Y la biografía de un escritor (loco) que un día recibió la visita de sí mismo. Intenté razonar y no perder la calma. ¿No podría ser que yo (comerciante, falsificador, coleccionista) estuviera tanto o más desequilibrado que el escritor (un francés del XIX cuyo nombre no recordaba), sufriera una alucinación semejante y, encima, me viera aquejado de una súbita y caprichosa deformación binocular? Porque ningún objeto de la habitación había alterado sus proporciones. Sólo yo. El hombrecillo, la menudencia, el durmiente. Perdí la calma. La respiración, en la cama, se hizo más agitada y la mosquitera se abombó durante unos instantes. Miré mis brazos. Me sorprendió que los insectos no me hubieran atacado estando como estaba sentado en el sillón, sin protección alguna. Aquello era sumamente extraño. O, para ser exactos, también era extraño. Y la cabeza, que no había perdido su febril actividad, se apresuró a ofrecerme dos hipótesis a las que nunca, hasta aquel momento, habría concedido el menor crédito. La primera era la de un viaje astral. No sabía muy bien en lo que consistía, pero había oído decir a charlatanes, embaucadores, místicos o esotéricos que, con la debida concentración y una preparación adecuada, el espíritu podía abandonar el cuerpo y viajar a donde se propusiera con el solo impulso de la voluntad. Estaba dispuesto a tenerla en cuenta. Pero no recordaba haberme ejercitado para la experiencia, y el viaje —si es que realmente se trataba de un viaje— resultaba a todas luces irrisorio. De la cama a la butaca. Descarté la idea. La segunda era sencillamente espeluznante. Estaba muerto. Muchos son de la creencia de que el fallecido, durante las horas que siguen a su óbito, vaga desesperado por los escenarios que le son familiares sin llegar a entender lo que le sucede. Algunas veces —según he oído en distintas culturas y en los más dispares puntos del planeta— llega a verse a sí mismo echado en el lecho mortuorio y rodeado de los llantos y el pesar de sus seres queridos. No se puede abandonar una vida y entrar en otra como el que se limita a abrir una puerta. El tránsito es duro. Sobre todo para los que han perecido de accidente o de muerte súbita. ¿Y cómo podía estar seguro de que el trayecto entre el Wana Club y el Masajonia había transcurrido como creía recordarlo? Dos tawtaws achispados y estúpidos paseando en plena noche por una pista desierta como si estuvieran en el jardín de su casa. Éramos un reclamo. Una provocación. Probablemente nos habían asaltado. Y horas después, alguien —tal vez el propio Balik alarmado por nuestra tardanza— había peinado la zona hasta dar con nuestros cuerpos y depositarlos en el Masajonia. Me supo mal por el francés. Era aún muy joven para abandonar el mundo. En cuanto a mí, no diré que no me importara —estaba consternado—, pero una nueva emoción se sobrepuso a cualquier otra. Sentí vergüenza. Una vergüenza insufrible al pensar que, en cuanto amaneciera, aquel pingajo impresentable en que me había convertido sería expuesto a la curiosidad pública. Pero el cuerpo —mi cuerpo— seguía, a pesar de todo, respirando bajo la mosquitera. Y eso era del todo imposible. No había muerto. Ni siquiera me quedaba el consuelo de estar muerto. Volví a estudiarme. ¡Qué poca cosa era! Cualquier objeto tenía más entidad que yo mismo. Las tulipas, la lámpara de pie, el sillón de orejas... Yo no era nada. O casi nada. El casi, lejos de animarme, me alarmó. Yo era algo. Y la palabra —algo— me llenó de desolación. " epdlp.com |