Ángeles custodios (fragmento)Almudena de Arteaga
Ángeles custodios (fragmento)

"Las carcajadas continuaban cuando abandonamos la sala. Al comunicárselo a Balmis eludiendo los detalles más desagradables no pareció sorprenderse en absoluto. Con la boca muy pequeña nos dio las gracias. ¡Por fin! Era la primera vez, y es que poco a poco se había acostumbrado a que tanto José como yo le sirviésemos sin reservas. Salvany, aparte de ayudante, como diplomático de ingenio. Yo, además de madre custodia de nuestros niños, como buscadora de infantes, convencedora de padres, seleccionadora y contable. Todo aquello no me importaba porque prefería trabajar a enterrarme en la ociosidad, pero al menos esperaba un leve reconocimiento por su parte.
El lado positivo de todas las trabas a las que nos enfrentábamos era que indiscutiblemente me habían unido mucho más a José. Ahora en vez de eludirnos el uno al otro, buscábamos sin cesar la manera disimulada de evitar a Balmis porque era como si envidiase nuestra amistad, como si en cierto modo se sintiese celoso. ¿Celoso? Yo misma me sorprendí de que aquella palabra brotase de mis pensamientos.
El día 28 por la mañana, mientras Pedro del Barco terminaba de avituallar el María Pita, nos dirigimos ufanos a la plaza de armas. Frente a la puerta del consultorio de Oller nos esperaba una muchedumbre. Entramos con cierta precaución, ya que sentimos cómo cada uno de los presentes nos escrutaba con la mirada. Era tanta la expectación que habíamos levantado que me sentí como un bufón de feria a punto de sorprender con su cómica actuación.
La inseguridad se me enganchó en la tráquea y el corazón me empezó a latir desbocado. Mirando a derecha e izquierda supe que los dos hombres que me acompañaban no parecían advertir la trampa en la que nos estábamos metiendo. ¡Es que no intuían que en vez de juzgar, éramos nosotros los que íbamos a ser juzgados!
Junto al gobernador estaban sus incondicionales amigos, incluido Arizmendi, el obispo encargado de facilitarnos más niños. Tras ellos, en silencio y como aguardando órdenes, estaba perfectamente formada una legión de indígenas. Al reconocer las caras de los veintinueve que la componían tuve una desagradable corazonada. Balmis y Salvany no parecieron darse cuenta, pero yo sí los recordaba. Eran los pocos niños, mujeres y hombres que habíamos conseguido convencer en el mercado para que volviesen a vacunarse ante la posibilidad de que la primera vacuna de Oller pudiese ser falsa. "



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