Las cuatro estaciones (fragmento)Mavis Gallant
Las cuatro estaciones (fragmento)

"Los Unwin tenían una pequeña imprenta y, como había una gran colonia anglo-americana en esa parte del mundo, nunca les faltaba trabajo. Preparaban carteles para papelerías, circulares y comunicaciones para bibliotecas, consulados, iglesias anglicanas y para la Legión Británica. Algunos los imprimían, otros los sacaban de la multicopista. El señor Unwin era también agente inmobiliario a media jornada. Vivían en una casa de campo en lo alto de una colina baldía. A causa de una sequía perenne tan sólo crecían cactus. Una bomba eléctrica les habría ayudado, pero los Unwin eran demasiado pobres para poner una. La señora Unwin trabajaba con su marido en la oficina de la imprenta cuando no se sentía muy mal. Era víctima de intensos dolores de cabeza causados por el polen, la luz del sol y los olores fuertes. Los Unwin habían tenido una cocinera, una mujer de la limpieza y una niñera, pero cuando Carmela entró en la casa acababan de despedir a la última de las tres. Hacía un año que se habían marchado las dos primeras. Desde la cocina se podía ver una pendiente que llevaba a un jardín, en el cual había árboles en flor y arbustos que despedían ráfagas de perfume para atormentar a la señora Unwin y esparcían hojas y pétalos que ensuciaban su cactus. Una norteamericana a la que llamaban la Marquesa vivía allí. La señora Unwin la consideraba su enemiga. Creía que plantaba flores adrede, sólo por el placer de molestarla. Carmela no había estado nunca en otro sitio que no fuera su propio pueblo y esa casa, pero eso la señora Unwin no tenía por qué saberlo. Le puso un monedero negro cuarteado en la mano y la mandó colina abajo al mercado del pueblo, a conseguir zanahorias y no más de medio kilo de la ternera de estofado más barata que encontrara. Carmela vio villas con empalizadas y una clínica con setos de cipreses, paredes ocres y balcones de negro regaliz. Algunas de las casas nuevas que estaban cerca de la costa se habían quedado a medio construir. Se podía ver a través de ellas y vislumbrar el mar por las ventanas que aún eran agujeros en las paredes. Oyó cómo alguien comentaba en un italiano mejor que el suyo: "Abominable. Ojalá se le caigan encima al constructor. Unwin ha puesto dinero en ellas, pero está arruinado". La mujer que hacía estos comentarios estaba sentada bajo el toldo azul de un café tan majestuoso que Carmela tuvo que mirar hacia otro lado. Como en su ojeada al mar, pudo entrever unas mesitas redondas y helados de colores en bandejas plateadas. Reconoció enseguida a un chófer de uniforme que apoyaba su espalda contra un automóvil inmaculado. Se trataba de un hombre de Castel Vittorio. No pareció que él la reconociera. La verdadera vida de Carmela acababa de comenzar y ella no tenía dudas de lo que eso comportaba. Permanecería muda y expectante entre los poderosos y los extraños. Nadaría como un pececillo y aprendería a respirar bajo el agua. "


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