Basura (fragmento)Héctor Abad Faciolince
Basura (fragmento)

"Camina por el largo pasillo de la casa y casi no lo ve. Como un títere, repite en vano el viejo tic de ajustarse los quevedos contra el entrecejo. Se tambalea un poco con su andar claudicante y la cabeza le da vueltas cuando oye que el corredor de tabla —ancho, oscuro y al parecer interminable— cruje a cada paso de su botín ortopédico. Sus pisadas retumban en toda la casa. Tropieza, está a punto de caerse y cuando reconquista su cojera habitual piensa con rabia que si de algo está seguro, seguro, él que de todo duda y no tiene nada claro, es que aún no está borracho. Teme perderse y una frase resuena en las paredes de su cráneo: al fondo del corredor, a la derecha. Recorre ese pasillo que su miopía y la penumbra han sumergido en niebla y nota que atraviesa una tras otra puertas y puertas a cada lado, como habitaciones de hotel o celdas de convento. Al fondo del corredor, a la derecha.
Intenta apoyar con suavidad el zapato sobre el piso de madera, pero de nada vale pues parece que todo hubiera sido calculado para que en caso de que él tuviera que ir a mear, al fondo del corredor a la derecha, los habitantes de la casa quedaran informados pisada tras pisada de sus intenciones. Una casona estilo colonial perdida entre los altos edificios del barrio, más parecida a una finca campestre para retiros espirituales que a una residencia de familia. No una casa sino una morada de suplicios, un recinto de mortificaciones, piense lo que piense el doctor Uribe, arquitecto de alcurnia y abolengo, que al diseñar la obra maestra de su vida, su propia mansión, había resuelto poner el baño de huéspedes al fondo del corredor a la derecha, casi a doscientos metros del jardín donde se hacía la fiesta. Al fin llegó a la última puerta de madera maciza, al fondo del corredor a la derecha, y después de cerrarla y bajarse la bragueta, aunque el deseo de orinar era apremiante, el líquido se negó a salir. Sentía una opresión en el vientre, una contracción involuntaria, un sordo temor de hacer saber a toda la casa, después del ruido de los pasos cojos en el corredor, que otro ruido aún más impúdico era producido también por él en esa casa. Hizo un gran esfuerzo de auto persuasión y al fin, pasando de la timidez al desparpajo, pudo empezar a orinar con chorro certero y portentoso. Lo dirigió adrede hacia el centro de la taza: qué importaba ya ese sonido evidente, todos sabían quién era y lo que hacía, que se fueran al carajo; intentaba convencerse de que estaba perpetrando una venganza (me meo en su casa, doctor Uribe) con ese ruido inconfundible y grosero, origen de abundante espuma, casi como si la cerveza (el color era el mismo) hubiera pasado derecho del esófago a la vejiga y su cuerpo fuera tan sólo un recipiente temporal e intermediario entre las botellas y la alcantarilla. Quizá debido a ese tránsito apresurado por su cuerpo, él no estaba borracho todavía. Porque si de algo estaba seguro, seguro, era de que él, concubino oficial de Débora Uribe, hija del doctor Uribe, arquitecto de fama local y dueño de una de las casas más grandes, caras y feas de la ciudad, él, Serafín Quevedo, no estaba borracho todavía. "



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