Tratado de las pasiones del alma (fragmento)António Lobo Antunes
Tratado de las pasiones del alma (fragmento)

"Pedí permiso para llegar más tarde a Almada por ser día de cena en el Bairro das Colónias, en el apartamento de mis padres. Converso un rato en la sala con ellos, mi hermana y mi cuñado, hasta que mi tía grita desde la cocina que tiene la sopa lista y nos sentamos todos a la mesa, quitamos las servilletas de los aros, debajo de esa lámpara de hierro forjado, con brazos que simulan velas, con telas de araña entre las cadenas aunque la limpien a cada minuto, y donde hubo siempre, nunca entendí por qué, una o dos bombillas fundidas, lo que hace que la noche de la calle se prolongue dentro de la casa y se distingan apenas, en la penumbra, los rostros, los muebles y las espinas del pescado. No conozco en Lisboa otra zona tan gris y triste, que infiltra en las mañanas de agosto un invierno perpetuo en el que las personas transitan, con el paraguas abierto, por el silencio de los cuartos, con los hombros caídos bajo el peso de sucesivos febreros. El año pasado, cuando cumplí los dieciocho y entré en la facultad, me di prisa en alquilar, con unos dineritos que mi madrina me dejó, el pisito de la Estrada das Laranjeiras, un par de dormitorios para los árboles y los animales del Jardín Zoológico, con la idea de escapar de los hongos del moho que suben de los sillones y de los cajones de la ropa, y de la nubes que sustituyen a las cortinas y mi madre cuelga, antes de que llegue el invierno y se las lleve lejos, de varas de latón. De lo que me acuerdo mejor, de pequeño, es de las tardes de gripe en la cama de mis padres, hojeando revistas atontado por la fiebre, y del apósito de tintura de yodo que el doctor, armado de una linterna de minero, sacaba del maletín para curarme la inflamación de las amígdalas. O del momento en que descubrí que los dientes de las personas mayores se podían extraer de las encías para ser frotados con el cepillo en el lavabo del cuarto de baño, y les dejaba el mentón arrugado como los pachones y los viejos de las residencias. A partir de ese momento comencé a medir la edad no por el número de velitas de la tarta de cumpleaños sino por la resistencia de mis incisivos a desprenderse de los alvéolos, decidido a no crecer por miedo a volverme una criatura desmontable, formada por una colección de piezas que se articulan y encajan, resolviendo, lapicero en mano, los crucigramas del periódico. Consideraba a los adultos como modelos para armar que usaban gafas, bronquitis y se indignaban con el precio de la fruta, y me negué a ponerme pantalones largos, durante meses, con el pánico de que los mechones de pelo abandonasen mi cabeza, los colmillos se me cayesen de la boca, el médico me diagnosticase dioptrías terribles y llegase a casa con cartera y corbata a lunares quejándome de la tiranía del jefe de sección, como vi que mi padre hacía desde que tengo uso de razón hasta que la angina de pecho lo cambió y entonces pasaba el tiempo de silla en silla, metiéndose grageas bajo la lengua en las pausas de sus cabreos con todo el mundo. "


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