El silencio de Pío Baroja (fragmento)Vicente Aleixandre
El silencio de Pío Baroja (fragmento)

"La voz sonaba casi inaudible. Se oía como interiormente, con respeto, tal un parte retransmitido desde una frontera de bruma, donde sólo un pie pisase todavía temporalidad.
"Pero no reconoce... Está apacible... Se espera..." ¿Qué se esperaría? Yo oía el reloj -¿dónde estaba ese reloj?-. Yo oía el reloj, invisible, pero transparente, haciendo patente el silencio.
Al fondo del pasillo yacería don Pío, en su habitación, pero aquí, en el saloncito, en ese rincón, había una fiel cabeza, en madera, sobre un mueble alto, inclinada, como adelantada, inquiridora, una chispa burlona, una chispa interrogante: asomada con punzante curiosidad. Y ahí, a la izquierda, en ese otro rincón, otro don Pío, de cuerpo entero, reducido, talla minúscula, de Sebastián Miranda seguramente: Un Baroja con sombrero y abrigo en gesto de caminante sobre una peana, con la misma naturalidad con que transitaba, arrebujado en su bufanda, muchos años antes, por los puestos de libros viejos, por los paseos otoñales de un Retiro melancólico al errabundo.
"Desde mayo no se levanta de la cama... Es un extinguirse que dura meses. Una agonía suave..." Alguien pensaba: "¿Cómo es una agonía suave que dura meses?" Cuando Hemingway le visitó, hace unas semanas, todavía alzó los ojos. Sólo dijo: "Adiós... Bueno."
"Este verano ya no se ha podido mover. El anterior fuimos a Vera todavía. Paseó por su tierra vasca."
El reloj, acompasado, hacía notable el silencio, le daba una angustiosa diafanidad. "No se puede esperar nada..." Nada. y la palabra terrible: "la nada, nada", se hacía sensible en el puro silencio medido, revelado por la isocronía maravillosa.
"Si quiere usted pasar..." El visitante se puso en pie. El ruido de los pasos ahogó el tictac perseverador. El pasillo, el comedor, otra vez el pasillo. A la izquierda, una puerta: la alcoba.
¡Qué desnuda la habitación! Las paredes sin un elemento que las alterase. Una ventana amplia, quizá con unos visillos blancos. En el centro, grande, como arribada, quizá mejor como desatracada, tal una barcaza se dispusiese, la cama. En ella tendida, la sombra. La colcha blanca, las sábanas, la barba blanca, el gorro tibio de lana blanca: todo daba la sensación de espuma suave, esponjosa, que retuviese y acogiese, agasajase, el cuerpo inerme que se le rendía. Sólo el rostro apenas encendido -una chispa de fiebre última-, el rosa tenue de las mejillas ponía color, y qué suave color, en aquel amontonamiento de blancura inocente. "



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