La campana (fragmento)Iris Murdoch
La campana (fragmento)

"Habían vuelto a discutir otra vez. Dora había ido varias veces a los locutorios a mirar los libros de Paul; pero aparte de uno o dos dibujos, le parecían insulsos, y Paul hacía amargas exclamaciones sobre lo mucho que la aburría, con lo que a Dora le resultaba más difícil mostrar interés. Ahora le dejaba a solas durante el día, y haraganeaba ella sola, o realizaba pequeñas tareas en la casa bajo la dirección de la señora de Mark. Se sentía vigilada. Imaginaba que todos la observaban disimuladamente para ver si estaba alegre, para ver si volvía a la vida normal con su marido. Se sentía organizada y recluida. La señora de Mark le había sugerido ya tres veces que sería una buena idea que hablase con la madre Clara; y en la tercera ocasión, y por pura inercia, Dora dijo que quizá lo hiciese. Hoy, sin duda, la señora de Mark trataría de obligarla a concertar una cita definitiva. Dora apagó cuidadosamente el cigarrillo en la parte posterior de una caja de cerillas y se dispuso a levantarse.
Al dirigirse a la ventana se miró en el gran espejo. Llevaba el pijama azul de nailon que se había perdido junto con la maleta. Se miró, preocupada. Se preguntó si realmente estaba más delgada, y si haber reducido el consumo de alcohol había mejorado su aspecto. Pero no podía tomarse interés por lo que veía, ni creerlo. Ni siquiera podía concentrar la mirada en la cara estupefacta de su imagen. Siguió andando y se asomó a la ventana. Brillaba el sol; el lago, denso, estaba lleno de reflejos, la torre normanda le presentaba un lado dorado y otro que se escondía en la sombra. Dora experimentó la extraña sensación de que todo aquello estaba dentro de su cabeza. No había forma de penetrar en aquella escena, puesto que era imaginaria.
Sobrecogida por esta sensación, empezó a vestirse y trató de pensar en algo práctico. Pero persistía la turbadora sensación de irrealidad. Era como si su consciencia hubiese devorado el entorno. Ahora todo era subjetivo. Recordó que incluso Paul se había mostrado subjetivo aquella mañana. Haber hecho el amor con él quedaba lejos, como algo que ella hubiese imaginado, como una fantasía de semivigilia, y en absoluto como un encuentro con otro ser humano real. Dora se preguntó si estaría enferma. Quizá debía pedirle un termómetro a Mark Strafford, tomar alguna medicina. Volvió a la ventana y se le ocurrió la idea de tratar de romper de alguna forma la inmovilidad ociosa de la escena. Pensó que si tiraba algo con mucha fuerza por la ventana, caería ruidosamente al agua y alteraría los reflejos. Abrió más la ventana y buscó algo que lanzar. La caja de cerillas no era suficientemente pesada. Cogió la barra de labios, se echó hacia atrás y la arrojó. Ésta desapareció, y presumiblemente cayó a poca distancia del lago, entre la hierba crecida. Dora casi sintió ganas de llorar.
Fue entonces cuando despertó en ella el deseo de ir a Londres. Desde su llegada a Imber, no había considerado seriamente la posibilidad de marcharse ni por un momento. Pero ahora, llevada por aquel acceso de melancolía solipsista con un grado mayor de desesperación, sintió la necesidad de actuar; y al parecer, sólo había una cosa que pudiese llevar a cabo: tomar el tren de Londres. Sintió calor en las mejillas, el latir de su corazón: inmediatamente más real. Se puso la chaqueta y examinó el bolso. Tenía suficiente dinero. Nada le impedía marcharse; era libre. Se sentó en la cama. "



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