El aventurero (fragmento)Mika Waltari
El aventurero (fragmento)

"Lo dejé y corrí a la catedral; pero Satanás prepara sus celadas más arteramente de lo que se supone. Cuando salí de misa lleno de contrición, me vi detenido en el pórtico por un joven que tenía las mejillas llenas de puntos negros, como si en otro tiempo hubiese sido alcanzado por alguna explosión de pólvora. Apoyándose en su espada, me dirigió la palabra en alemán, diciendo que había oído muy buenos informes sobre mí. Era forastero en la ciudad y se hospedaba con su hermana en la posada contigua a la taberna de «Las Tres Coronas». Me dijo que necesitaba la ayuda de algún joven inteligente, y me pidió que le visitase a la noche. No lo lamentaría, según me dijo. Sus maneras eran sospechosamente untuosas, pero tenía una sonrisa atrayente. Iba vestido con unas calzas muy ajustadas y un jubón de terciopelo con botones de plata, y me pareció que no perdería nada con acudir a su llamada.
Cuando la señora Pirjo supo la triste situación en que se encontraba Andrés, preparó para él un paquete de viandas, y al llegar la noche corrí a la Casa Consistorial. En el patio me encontré con el carcelero, un viejo soldado con una pata de palo, que me había enseñado a manejar la espada.
—Puedes entrar —me dijo en tono amistoso—. No eres tú el primer visitante.
Descendí a la celda, que alegraba la luz de una vela de sebo. Allí estaba la dueña de «Las Tres Coronas», que tenía la cabeza de Andrés apoyada en su regazo, acariciando sus mejillas y hablándole tiernamente.
—Miguel —dijo ella con gravedad cuando aparecí—, es difícil encontrar un muchacho mejor y más noble que tu amigo Andrés. Anoche, cuando regresé a casa para irme a dormir, después de las fogatas de la noche de San Juan, una odiosa barahúnda me hizo levantar. Un grupo de aprendices borrachos destrozaron la puerta e irrumpieron en la casa; echaron a mi pobre esposo en una artesa vacía y pusieron piedras sobre la tapa, obligándome luego a servirles cerveza, aguardiente y comida. Casualmente llegó en aquel momento este buen muchacho, y cuando vio el aprieto en que me encontraba, la emprendió contra aquellos mozos a puñetazo limpio, como Sansón contra las murallas de Jericó, y los echó fuera, aunque todos cayeron sobre él, armados de garrotes, y Andrés, por otra parte, apenas podía tenerse en pie, después de las fatigas de la noche de San Juan. Cuando al fin llegaron los vigilantes, me censuraron insolentemente por servir a los beodos fuera de las horas reglamentarias, y este joven, interpretando mal sus intenciones, los arrojó también para proteger la paz de mi casa. Después quedóse dormido en el suelo, dominado por el cansancio; pero regresaron los vigilantes y, entre patadas y puñetazos, se lo llevaron a la prisión, puesto que no pudieron encontrar a ningún otro a quien detener. ¡Sí que se van a dar una buena panzada con este ruin negocio, así Dios me ayude! Y eso mismo dice mi viejo, a quien me olvidé de sacar de la artesa hasta esta mañana.
Acarició la mejilla de Andrés y dijo:
—Estás en buenas manos, amigo mío, pues tan cierto como que tengo licencia para abrir taberna y pago impuestos, yo te sacaré de esto. Bebe esta cerveza (es la mejor que tengo) y restaura tus fuerzas.
Viendo que Andrés de nada carecía y estaba bien cuidado, y que mi presencia no era necesaria, me fui a beber un litro de cerveza en «Las Tres Coronas», donde el posadero confirmó, palabra por palabra, el relato de su esposa.
La cerveza me tonificó, dándome también el valor necesario para entrar en la posada y preguntar por el forastero que vivía allí con su hermana. Parecía gozar fama de rico y liberal, porque sin tardanza me condujeron a su habitación. Al entrar percibí en seguida un agradable olor a lacre; había una bujía encendida sobre la mesa, en donde el extranjero estaba escribiendo. Su servicio de escribanía era de excelente calidad y consistía en artículos que fácilmente podía llevar en una cajita de cobre pendiente del cinturón. Me reconoció, se puso en pie, dirigióme un saludo amistoso y me cogió la mano. Aquello era muy halagüeño, pues el joven tenía el aire grácil y distinguido de un verdadero caballero, para quien era cosa corriente un hermoso alojamiento, vino a diario, prendas lujosas y buen servicio.
Me explicó que se llamaba Didrik Slaghammer y que era hijo de un comerciante de Colonia, hecho caballero por el emperador. Durante su juventud viajó por tierras extranjeras, y últimamente había estado comerciando en Danzig y en Lübeck. "



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