Las naves quemadas (fragmento)Juan Jesús Armas Marcelo
Las naves quemadas (fragmento)

"Puede que sea una condena por nuestra ambición. Una maldición de Dios por habernos atrevido a detenernos en una tierra dejada de su mano", apostilla a cada instante el obispo don Juan de Frías.
Simón Luz cavila junto a la lumbre encendida en los aledaños de la tienda del capitán Rejón. Un desatino. Una triste ironía sin sentido que el largo camino los hubiera perdido en aquella tierra oceánica, alejada en meses de los puertos andaluces, cuyo recuerdo es un vaivén en su memoria. Un desastre que los caprichosos vientos los hubieran hecho llegar a un laberinto sin salida en el que el único dato concreto es la presencia perenne y estremecedora del silencio, la soledad y el aullido tenebroso de los perros verdes, insobornables seres de una tierra que cerraba, como las aguas del océano, la historia a los conquistadores, segándoles la hierba bajo sus propios pies. Ve Simón Luz con desesperanza el incierto caminar del maestro de campo Martín Martel, su cara descompuesta presa del alcohol de uva. Escudriña, achicando los ojos por la atención, el renqueante e inútil paseo de Hernando Rubio, que más tarde y durante muchos años, demostraría ser el azote legal del Real.
[...]
"Llenemos todos los odres de agua pura. Ése es el riesgo que hay que correr: tirar el vino -explica Simón Luz. Ahora mira a Rejón, tratando de hacerlo cómplice en la acción casi suicida que propone. El capitán parece volver en sí atraído por la idea loca del judío-. Emponzoñemos todo lo demás. Los caminos, el agua, las piedras, las cavernas donde se ocultan, los valles y los barrancos. Envenenemos la isla. El efecto durará unos cuantos días. Los suficientes para acabar con estos malditos perros y con sus ladridos antes de que nos empiecen a volver locos y nos inutilicen para siempre. "



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