Memorias de Joseph Anton (fragmento)Salman Rushdie
Memorias de Joseph Anton (fragmento)

"Y de suerte que actuemos en un drama en que el pasado sea el prólogo y la acción la ejecutemos vos y yo.
La tempestad, William Shakespeare.
El día que recibió las pruebas encuadernadas de Los versos satánicos lo visitó en su casa de St. Peter’s Street una periodista a quien consideraba amiga, Madhu Jain, de India Today. Cuando ella vio la gruesa portada azul oscuro con el enorme título en rojo, mostró un gran entusiasmo y le suplicó que le diera un ejemplar para poder leerlo mientras estaba de vacaciones en Inglaterra con su marido. Y en cuanto lo leyó, le pidió que le permitiera entrevistarlo y publicar un fragmento en India Today. Una vez más, él accedió. Después, durante muchos años, pensó en la publicación de ese fragmento como la cerilla que prendió el fuego. Y sin duda la revista puso de relieve lo que acabó viéndose como los aspectos «controvertidos» del libro, utilizando el titular «Un ataque inequívoco contra el integrismo religioso», que fue la primera de las innumerables descripciones imprecisas del contenido del libro, y atribuyéndole, en otro titular, unas palabras textuales -«Mi tema es el fanatismo»-, que tergiversó aún más la obra. La última frase del artículo, «Los versos satánicos desencadenará por fuerza una avalancha de protestas...», era una invitación abierta al inicio de tales protestas. El artículo fue leído por el parlamentario indio y conservador islámico Syed Shahabuddin, que reaccionó escribiendo una «carta abierta» titulada «Señor Rushdie, ha hecho usted esto con premeditación satánica», y ahí se desencadenó todo. La manera más eficaz de atacar un libro es demonizar al autor, convertirlo en una criatura con motivos viles e intenciones malévolas. El «Satán Rushdy» que después exhibirían por las calles de todo el mundo los manifestantes indignados, ahorcado en forma de monigote con una lengua roja colgándole y vestido con un burdo esmoquin, estaba creándose: nacido en la India, como el Rushdie auténtico. Esa era la primera proposición de la agresión: que cualquiera que escribiese un libro con la palabra «satánico» en el título debía de ser también satánico. Como muchas falsas proposiciones que florecieron en la incipiente Era de la Información (o desinformación), se hizo verdad a fuerza de la repetición. Di una mentira sobre un hombre una vez y mucha gente no te creerá. Dila un millón de veces y es a ese hombre a quien ya no creerán.
Con el paso del tiempo llegó el perdón. Releyendo el artículo de India Today muchos años después, en una época más tranquila, pudo conceder que el artículo era más justo de lo que el titular de la revista daba a entender, más equilibrado que su última frase. Aquellos que deseaban ofenderse se habrían ofendido de todos modos. Aquellos que querían inflamarse habrían encontrado la chispa necesaria. Tal vez el acto más dañino de la revista fue, incumpliendo la tradicional prohibición en prensa, sacar a la luz su artículo nueve días antes de la publicación del libro, en un momento en que no había llegado a la India ni un solo ejemplar. Esto dio rienda suelta al señor Shahabuddin y su aliado, otro parlamentario de la oposición llamado Jurshid Alam Khan. Ellos podían decir lo que les viniera en gana acerca del libro, y nadie podía defenderlo porque no podía leerse. Un hombre que había leído un ejemplar de prepublicación, el periodista Jushwant Singh, exigió su prohibición en un artículo de The Illustrated Weekly of India como medida para prevenir conflictos. Se convirtió así, pues, en el primer miembro del pequeño grupo de escritores internacionales incorporados al lobby de la censura. Jushwant Singh afirmó más tarde que Viking le había pedido consejo, y él había advertido al autor y la editorial de las consecuencias de la publicación. El autor no tuvo noticia de dicha advertencia. Si alguna vez se hizo, él no la recibió.
Para decepción suya, el ataque a su persona no se limitó a los detractores musulmanes. En el recién creado periódico británico Independent, el escritor Mark Lawson citó a un coetáneo anónimo de Cambridge que lo calificó de «pomposo» y que, como «chico de colegio público», se sentía «distanciado de él por su educación». Con lo que el innombrado le echaba en cara sus desdichados años en Rugby. Otro «amigo íntimo», también anónimo, «entendía» por qué él ofrecía una imagen «hosca y arrogante». Y había más: era «esquizofrénico», estaba «totalmente chiflado», ¡corregía a las personas que pronunciaban mal su nombre!, y -lo peor de todo- una vez le quitó el taxi al señor Lawson y dejó al periodista allí plantado. Estas eran cosas insignificantes, reflejaban estrechez de miras, y hubo mucho más de lo mismo en otras partes, en otros periódicos. «Amigos íntimos a menudo admiten que en realidad él no es una persona agradable», escribió Bryan Appleyard en The Sunday Times. «Rushdie es de un egotismo descomunal.» (¿Qué clase de «amigos íntimos» hablaban así de sus amigos? Solo los anónimos desenterrados por articulistas.) Aunque en la «vida normal» todo ello habría sido doloroso, nada habría importado demasiado. Pero en el gran conflicto que siguió, la idea de que no era un hombre muy agradable resultaría muy dañina. "



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