Lady Nicotina (fragmento)James Barrie
Lady Nicotina (fragmento)

"Scrymgeour era un artista y un hombre de recursos, con tan buen concepto de su profesión que ponía a sus obras unos precios exorbitantes, y tan acomodado que podría haberlos comprado todos. A él me dirigía cuando quería dinero, aunque de este hecho no se debe inferir que pedía prestado. En los días de la mezcla Arcadia no tenía cuenta corriente. A medida que mis cheques caían con cuentagotas los amontonaba en una caja de cuero raído que ataba con un cordel, y cuando la necesidad llamaba a mi puerta, extraía el cheque que parecía más dispuesto a salir y se lo cambiaba a Scrymgeour. Scrymgeour se parecía a mí en su aversión por la discusión, pero por lo demás nos diferenciábamos tanto como pueden diferenciarse dos fumadores de Arcadia. Leía poco, aunque nos sorprendía a todos por un conocimiento superficial de todos los libros importantes que habían sido publicados en los últimos meses, hasta que descubrimos que obtenía la información de un amigo en la India. También tenía, creo recordar, la romántica idea de que la mezcla Arcadia sería el instrumento que civilizaría África. Como explicaré más adelante, su devoción por Arcadia por poco lo lleva al altar contra su voluntad, pero antes debería describir su gabinete.
Siempre lo llamamos «el gabinete de Scrymgeour», incluso después de que dejara de merecer el mote, del mismo modo que a Moggridge lo llamábamos Jimmy porque así era conocido para alguno de nosotros cuando era un niño. Scrymgeour abandonó sus elegantes habitaciones en Bayswater por la fonda algunos meses después de que la mezcla Arcadia lo reconstruyera, pero sus aposentos eran los mejores de nuestra escalera y con la ayuda de un artesano de la comunidad japonesa los convirtió en un sueño oriental. Nuestra asistenta tenía una visión bastante pobre del resto de nosotros, pero el gabinete estaba allí para ser admirado, y ni siquiera William John osaría jamás derramar café en él. Cuando el gabinete estuvo listo para su inspección, Scrymgeour me llevó a verlo y, en el preciso instante en el que se abrieron las puertas, recordé, de repente, que mis botas estaban llenas de barro. El techo era una inmensa postal de navidad japonesa que representaba los cielos; densas nubes flotaban alrededor de una tenue luna y con la oscuridad aparecían las estrellas. Las paredes, en lugar de estar empapeladas, estaban cubiertas de una suave tela japonesa, y alrededor de un hogar que sostenía un abanico de bambú surgían figuras fantásticas. No había repisa de la chimenea. La habitación era muy pequeña pero si, por ejemplo, se deseaba escribir sobre un escritorio de terciopelo azul no había más que apretar una palanca que había en la pared; y si, sin querer, te apoyabas en el escritorio, los artesanos japoneses estaban listos para fabricarte otro. Había palanquitas por todas partes con forma de pájaros, ratones y mariposas, y si se tocaba alguna, siempre salía algo de algún sitio. Unas cortinas rojo sangre separaban la alcoba donde Scrymgeour descansaba por la noche y su cama se convertía en una bañera por el sencillo sistema de girar y quedar escondida bajo el suelo. A un lado de la cama había una bodega con una escalera que la abarcaba entera; la puerta del comedor era una sinfonía de grises, con sombríos reptiles que se deslizaban por los paneles; y el suelo, oscuro y misterioso, representaba una visión idealizada de las regiones infernales. Scrymgeour me informó esperanzado de que el lugar tendría un aspecto más acogedor cuando trajera sus cuadros; pero me frenó en el momento en el que empecé a llenar mi pipa. Creía, dijo, que fumar no era una costumbre muy japonesa y que no existían motivos para poseer unos aposentos japoneses a menos que se viviera de acuerdo con ellos. He aquí una revelación. Scrymgeour se había planteado vivir su vida en armonía con aquellas habitaciones. Sentía demasiada tristeza en el corazón para decir algo en aquel momento pero, prometiéndonos vernos pronto, le estreché la mano a mi infeliz amigo y me fui.
Sucedió, sin embargo, que antes de que tuviera oportunidad de volver a visitarlo, Scrymgeour se me adelantó en varias ocasiones. Ya tenía la mano en el timbre de su puerta cuando me daba cuenta de que una figura que creía conocer esperaba al pie de la escalera. Era el propio Scrymgeour, fumando Arcadia. Nos saludábamos lánguidamente en el rellano, Scrymgeour me aseguraba que «Japón en Londres» era una idea excepcional. Constituía un aliciente para vivir y conseguía que los pobres y cotidianos convencionalismos que rodean a uno se desvanezcan. Esta conversación se mantenía de pie ante la puerta y yo siempre comenzaba a preguntarme por qué Scrymgeour no entraba en sus aposentos. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com