Sueños de Bunker Hill (fragmento)John Fante
Sueños de Bunker Hill (fragmento)

"Por lo visto aquello me animó. Fui a la máquina de escribir y me senté delante. Entre ella y yo se alzó un muro gris. Aparté la silla y bajé a la calle. Subí al coche y arranqué.
Aunque pagué por las sábanas y las mantas, dormí en el pequeño cuarto con dificultad. La dificultad era que los padecimientos del día y la inutilidad de mis esfuerzos seguían en la habitación. Por la mañana aún estaban allí y volví a la calle. Entonces recordé uno de los axiomas de Edgington: «Cuando estés atascado, ponte al volante.» Al anochecer salí del aparcamiento y recorrí las calles al volante. Conduje durante horas. La ciudad era como un parque ciclópeo, desde las colinas hasta el mar, hermoso en mitad de la noche, las farolas brillaban como globos blancos, las calles eran anchas, abundantes, y se desparramaban en todas direcciones. Fuera donde fuese, siempre había más calles al otro lado, y así acababa en barriadas y municipios desconocidos, y resultaba reconfortante y refrescante, pero no me inspiraban ideas literarias. Avanzando entre el tráfico me preguntaba cuántos como yo se pondrían al volante sólo para huir de la ciudad. La ciudad hervía de vehículos día y noche y era imposible creer que todas aquellas personas habían empuñado el volante por una razón práctica.
En febrero, Liberty Films estrenó la película de Velda van der Zee, Sin City. La vi en el Wiltern, en Wilshire, en la última sesión de tarde. Fui dispuesto a aborrecerla y me alegré al ver que estaba vacío más de medio cine. Compré una bolsa de palomitas y busqué un asiento en el anfiteatro. Allí me quedé, encantado de que mi nombre se hubiera quitado de la película, y cuando se apagaron las luces, suspiré de alivio y de placer porque mi nombre no iba a estar en los créditos. Reí a carcajadas cuando apareció el de Velda, y cuando empezó la película y apareció la diligencia dando tumbos, volví a reír a mandíbula batiente. Una mano me tocó el hombro. Me volví y vi a una mujer ceñuda.
[...]
En aquel momento apareció la aguerrida tribu de indios y me tronché. Varias personas se levantaron y cambiaron de asiento.
Y lo demás fue por el estilo. La película estaba tan lejos de mi obra y mis ideas que era asombroso, increíble. Sólo dos veces descubrí expresiones que a lo mejor había escrito yo y que el director no había borrado. La primera se pronunciaba en una escena del principio, cuando el sheriff llegaba a Sin City a toda velocidad y detenía el caballo en la puerta del salón gritando: «¡Sooo!» Recordaba bien aquella expresión: «¡Sooo!» Era mía. Poco después el sheriff salía del salón a zancadas, montaba el caballo y gritaba: «¡Arre!» Aquel pasaje también era mío: «Arre.» So y arre..., mi consagración como guionista.
No era una buena película, ni una película emocionante, ni una película madura, y cuando terminó y se encendieron las luces, vi a los aburridos espectadores medio dormidos en los asientos, sin dar muestras de satisfacción. Me alegré. Demostraba mi integridad. Por haberme negado a salir en los créditos me sentía un hombre mejor, era un escritor mejor. El tiempo lo demostraría. Cuando Velda van der Zee fuera un nombre olvidado en la ciudad del oropel, el mundo seguiría valorando a Arturo Bandini. Salí a la noche y oh, Dios mío, me sentí bien, remozado y recuperado. ¡So y arre! A la carga otra vez. Subí al coche y me metí entre el tráfico de Wilshire Boulevard, deseoso de llegar al hotel.
Entré en la habitación y caí en la cama agotado. Me había estado mintiendo a mí mismo. No había sentido ningún placer viendo Sin City. En realidad no me alegraba el fracaso de Velda. La verdad es que sentía lástima por ella, por ella y por rodos los guionistas, por la tristeza del oficio. Yacía en aquel cuartucho y me sentía como en una tumba.
Me levanté y bajé a la calle. A media manzana había un bar filipino. Me senté a la barra y pedí un vino de Filipinas. Los filipinos que había por allí reían y jugaban a los dardos. Pedí otro vino. Era dulce, con un ligero sabor a pastilla de menta, cálido en el estómago, cosquilleante. Tomé otros cinco vinos y me levanté para irme. Tenía náuseas y la sensación de que el estómago me flotaba en el pecho. Salí a la acera, me apoyé en la farola y las rodillas me flaquearon.
Todo se desvaneció y luego vi que estaba en una cama desconocida. Era una habitación blanca de grandes ventanas y era de día. Tenía tubos en la nariz y por la garganta, y sentía unas ganas terribles de vomitar. Al lado de la cama había una enfermera que me vio doblarme y dar arcadas hasta que no me quedó nada, sólo el horrible dolor de estómago y de garganta. La enfermera retiró los tubos. "



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