Zona templada (fragmento)Jonathan Franzen
Zona templada (fragmento)

"Una excepción era mi familia. Que yo sepa, mi padre no leyó una tira cómica en su vida, y el interés de mi madre por ellas se limitaba a una viñeta titulada «The Girls», matronas típicas de mediana edad, cuyos problemas de peso, tacañería, torpeza conduciendo coches y debilidad por las gangas de los grandes almacenes eran facetas que mi madre encontraba inagotablemente divertidas.
Yo no compraba cómics y ni siquiera leía la revista Mad, pero rendía culto a los altares de los dibujos animados de la Warner Bros, y a la sección de humor del Post-Dispatch de St. Louis. Primero leía la página en blanco y negro de la sección, luego pasaba a las columnas dramáticas, como «Steve Roper» y «Juliet Jones», y echaba un vistazo a «Li'l Abner» sólo para cerciorarme de que seguía siendo una porquería repulsiva. En la última página, a todo color, leía las tiras por estricto orden inverso de preferencia, procurando que me divirtieran los refrigerios que tomaba Dagwood Bumstead a medianoche y esforzándome en hacer caso omiso del hecho de que Tiger y Punkinhead fueran el tipo de chavales zarrapastrosos e irreflexivos que me disgustaban en la vida real, antes de regalarme con mi historieta favorita, «B.C.». Obra de Johnny Hart, era un humor troglodita. Hart escribió cientos de chistes sobre la amistad de un pájaro que no volaba y una tortuga sufrida que no cejaba de intentar proezas de flexibilidad y agilidad impropias de quelonios. Las deudas siempre se pagaban con almejas; la cena era siempre una pata asada de algo. Cuando terminaba de leer «B.C.», para mí ya se había acabado el periódico.
La sección de humor del otro periódico que había en St. Louis, el Globe-Democrat, que mis padres no compraban, me parecía inhóspita y ajena. «Broom Hilda» y «Animal Crackers» y «The Family Circus» me dejaban igual de frío que los calzoncillos de aquel niño, visibles en parte, con el nombre CUTTAIR escrito a mano en la pretina, en el que fijé la mirada durante todo el recorrido que mi familia hizo por el parlamento canadiense. Aunque «The Family Circus» no tenía la más mínima chispa, sus viñetas a todas luces se basaban en la vida real de una familia y se dirigían a un público que reconocía esa vida, lo cual me indujo a aceptar la existencia de una subespecie completa de humanidad que consideraba divertidísima esta historieta.
Sabía muy bien, por supuesto, por qué la sección cómica del Globe-Democrat era tan floja: el periódico que publicaba «Peanuts» no necesitaba otras tiras buenas. En efecto, yo hubiera cambiado el Post-Dispatch entero por una dosis diaria de Schulz. Sólo «Peanuts», la historieta que no comprábamos, trataba de asuntos realmente importantes. Ni por un minuto creí que los niños que aparecían en «Peanuts» fuesen niños de verdad —eran muchísimo más enérgicos y más reales como personajes de cómic que cualquiera de mi barrio—, pero aun así yo entendía que aquellas historias eran mensajes llegados de un universo infantil que era en cierto modo más enjundioso y convincente que el mío. En vez de jugar a la pelota y a las cuatro esquinas, como mis amigos y yo hacíamos, los chicos de «Peanuts» tenían auténticos equipos de béisbol, pertrechos reales para jugar al fútbol, peleas de verdad a puñetazos. Sus interacciones con Snoopy eran mucho más complejas que las persecuciones y mordiscos que constituían mis relaciones con los perros del vecindario. A aquéllos les acontecían todos los días desastres menores pero increíbles, que a menudo incluían palabras de un nuevo vocabulario. A Lucy la «ninguneaban los Bluebirds». Ella golpeaba tan fuerte la pelota de croquet de Charlie Brown que éste tenía que llamar a los otros jugadores desde una cabina de teléfonos. Le entregaba a Charlie Brown un documento firmado en el que ella juraba no escamotearle el balón de fútbol cuando él intentase darle un puntapié, pero «lo singular de este documento», como Lucy comentaba en la última viñeta, era que «no lo había legalizado un notario». Cuando Lucy destrozaba el busto de Beethoven sobre el piano de juguete de Schroeder, me pareció extraño y gracioso que Schroeder tuviese un armario lleno de bustos de repuesto idénticos, pero lo acepté como humanamente posible, porque lo había dibujado Schulz. "



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