El laberinto del mundo (fragmento) "La afición al arte que Michel-Charles adquirió o desarrolló en Italia puede juzgarse por los objetos que se trajo del viaje. Por fortuna, la producción en masa para turistas aún no existía; se hallaban en el estadio artesanal. Ese cofrecillo cuyas bandejas de caoba, encajadas unas dentro de otras, contienen huellas de entalles de tema clásico, ordenadas como confites en la caja de un gran confitero, constituye a la vez una suerte de juego de sociedad («¡Anda, si es Júpiter! ¡No, es Neptuno, fijaos en su tridente!») y un inventario de lo que gustaba en los museos hacia 1840; es un bibelot artístico, aunque le vendieran un buen número de ejemplares del mismo a algunos aficionados rusos, alemanes o escandinavos que estaban realizando su Gran Viaje: yo he sustituido en él dos o tres piezas que faltaban por unos especímenes comprados, sin duda, por yankis del siglo XIX. Menos corriente, fruto de alguna visita a un anticuario, es esa copia hecha en el Renacimiento de un busto de emperador del siglo III, con el cuello envuelto en pliegues de ónice, reducido a las proporciones de un «objeto de virtud» semejante a los que Rubens se traía de Italia para su morada de Anvers. Una Ariadna abandonada, copia en bronce, posee, en cambio, la frialdad del estilo Imperio. Da igual: relegada a la sala de billar del Mont-Noir, me enseñó la belleza de unos pliegues ondeando suavemente sobre un cuerpo tendido. Finalmente, como una mancha sombría sobre los paneles claros del salón, un cuadro, uno sólo, adecuadamente escogido por aquel joven que creía no entender de pintura. Se trata de un Pudor y una Vanidad o de un Amor sagrado y un Amor profano de algún alumno de Luini, con una sonrisa misteriosa en la comisura de los labios, algo crispada, que recuerda a las mujeres y a los andróginos de Leonardo. No creo haber preguntado nunca el nombre de estas dos figuras, pero presentía en ellas no sé qué austera suavidad que ni las gentes ni el resto de los cuadros que colgaban de las paredes poseían. Dos picaportes de bronce dorado en forma de bustos antiguos; un Tiberio desgastado y destrozado por el Imperio y la vida, y una joven Nióbide, con la boca abierta de par en par, gritando su desesperación inocente, siguen todavía en mi poder. Existen otros análogos en el palacio de los Dogos, en Venecia. Estos dos pequeños objetos de bronce, fundidos en Italia hará cerca de cuatro siglos, este Tiberio y esta Nióbide, transformados en accesorios de lujo barroco, ya caduco también, recubiertos con el oro casi inalterable de los antiguos doradores, fueron tocados por centenares de manos desconocidas que agarraron estos picaportes y abrieron puertas tras las cuales les esperaba algo. Un anticuario se los vendió al joven de pantalón gris perla; ya viejo y enfermo, mi abuelo tal vez los acariciase afectuosamente. Los he mandado montar en dos pedazos de viga procedente de la casa americana que he hecho mía; la madera de su peana creció antes de que naciese Michel-Charles, en el gran silencio de lo que era entonces auténticamente la Isla de los Montes Desiertos; el tronco cortado por el hombre que construyó esta casita sería transportado flotando por las aguas centelleantes del brazo de mar que, en invierno, hierven y humean al contacto del aire, más frío que ellas mismas. Las «gentes de la comarca» que vivieron aquí antes que yo desgastaron sus rugosidades arrastrando los zapatos por ese vasto suelo, desde el severo recibidor hasta la cocina o hasta la habitación con una cuna. Me dirán que cualquier objeto puede dar lugar a una meditación como ésta. Tienen razón. " epdlp.com |