Hadji Murat (fragmento)León Tolstoi
Hadji Murat (fragmento)

"El 16 de enero de 1852 volvió a Vedeno después de su combate con los rusos, en el que, en opinión de éstos, había sido derrotado y puesto en fuga; ahora bien, según su propia opinión y la de sus murids, había salido victorioso y rechazado a los rusos. En esa batalla, cosa que le ocurría muy raras veces, él mismo había hecho disparos de carabina; y, sable en mano, estaba a punto de lanzarse con su caballo sobre los rusos si sus murids no le hubiesen retenido. Dos de ellos habían sido muertos al lado mismo de su jefe.
Iba mediado el día cuando Shamil llegó a su residencia rodeado de un grupo de murids que caracoleaban en torno suyo disparando carabinas y pistolas y cantando sin cesar Lya illyah il Allah!
Todos los habitantes del aoul de Vedeno estaban en la calle y las azoteas para recibir a su señor; y también en señal de entusiasmo disparaban fusiles y pistolas. Shamil cabalgaba en un blanco corcel árabe que tiraba gozosamente de la brida al acercarse a la casa. Las guarniciones del caballo eran de lo más sencillo, sin adornos de oro o plata: sólo una brida de cuero rojo de esmerada elaboración, con una fina ranura en medio, grandes estribos de metal, y un telliz rojo que despuntaba debajo de la silla. El Imam llevaba una pelliza recubierta de paño color canela con vueltas de piel en el cuello y las mangas; y una correa negra de la que colgaba un puñal le apretaba el talle largo y enjuto. Llevaba la cabeza cubierta de un gorro alto de copa plana y borla negra, rodeado de un turbante blanco cuyo extremo le colgaba sobre la nuca. Tenía los pies cubiertos de botas verdes y las piernas embutidas en polainas negras adornadas de un sencillo galón.
De ordinario el Imam no llevaba nada llamativo, ni de oro ni de plata, y su figura alta, estirada y fuerte, sencillamente ataviada, rodeada de murids cuyos vestidos y armas mostraban adornos de oro y plata, provocaba cabalmente esa impresión de magnificencia que deseaba y sabía producir en la gente. Mantenía inmutable, como si fuese de piedra, el rostro pálido, con su fina orla de barba rojiza y sus ojos pequeños siempre entornados. Al pasar por el aoul sintió clavados en él millares de ojos, pero los suyos no miraron a los de las mujeres y los hijos de Hadji Murad, junto con todos los ocupantes de la saklya, salieron a la galería para ver la entrada del Imam. Sólo Patimat, la vieja madre de Hadji Murad, no se movió de su sitio, sino que permaneció sentada en el suelo de la saklya, con los largos brazos rodeando las flacas rodillas, y miraba, guiñando los ojos negros y ardientes, las ramas que se extinguían en la chimenea. Al igual que su hijo, había odiado siempre a Shamil, ahora más que nunca, y no quería verle.
Tampoco el hijo de Hadji Murad vio la solemne entrada de Shamil. Desde su agujero negro y fétido sólo oía el ruido de los disparos y las canciones, y sufría como sufren los mozos rebosantes de vida que se ven privados de libertad. Sentado en su hediondo calabozo, viendo sólo a aquellos mismos infelices sucios y agotados que, encerrados allí con él, se odiaban mutuamente, envidiaba ahora con pasión a los que, disfrutando del aire, de la luz, de la libertad, caracoleaban en ese momento sobre caballos fogosos alrededor de su señor, disparaban al aire y cantaban a coro Lya illyah il Allah!
Habiendo atravesado el aoul Shamil entró en un vasto patio que lindaba con otro interior en el que se hallaba el serrallo. Dos lezguinos armados vinieron a su encuentro a la entrada del patio grande, que estaba abierta. Ese patio estaba lleno de gente. Unos habían venido de lejos para atender a sus negocios; otros venían a solicitar algo; y a otros los había convocado el propio Shamil para servir de jueces y deliberar en el consejo. Al entrar Shamil, todos los que se hallaban en el patio se pusieron de pie y saludaron respetuosamente al Imam llevándose las manos al pecho. Algunos se pusieron de rodillas y permanecieron así durante todo el tiempo que tardó en cruzar el patio, desde las puertas exteriores a las interiores. Aunque entre quienes esperaban a Shamil reconoció éste muchos rostros que le eran desagradables y a muchos pedigüeños impertinentes que mucho le fastidiaban, pasó por delante de ellos, sin embargo, con la misma cara inmutable y pétrea; y ya en el patio interior bajó del caballo junto a la galería de su habitación, a la izquierda de la entrada.
La campaña había sido penosa, no sólo física, sino también espiritualmente, porque, a pesar de proclamarla como victoriosa, Shamil sabía que no lo había sido, ya que muchos aouls chechenes habían sido incendiados y destruidos, y que los chechenes, gente mudadiza y frívola, comenzaban a vacilar; más todavía, algunos de ellos, los más próximos a los rusos, estaban ya dispuestos a someterse a éstos. Todo eso era lamentable, y contra ello había que proceder. Pero en ese momento Shamil no quería hacer nada ni pensar en nada. Sólo quería una cosa: descansar y disfrutar de las caricias de su esposa favorita, Aminet, morena kistinka de dieciocho años, de ojos negros y piernas ágiles.
Pero no sólo no podía pensar ahora en ver a Aminet, que estaba allí mismo, tras una empalizada que separaba en el patio interior la parte reservada a las mujeres de la destinada a los hombres (Shamil estaba seguro de que incluso ahora, cuando se bajaba del caballo, Aminet, junto con otras mujeres, le miraba por una grieta en la valla), sino que tampoco podía ir a verla o acostarse en unos cojines para descansar de sus fatigas. Ante todo era necesario hacer las abluciones de mediodía, a despecho de no sentir el menor deseo de ello, pero cuya omisión hubiera sido imposible en su condición de caudillo religioso, sin contar que tales abluciones le eran tan indispensables como el pan de cada día. Así pues, las hizo y recitó su oración. Terminada ésta, llamó a los que le esperaban.
El primero que entró fue su suegro y maestro Dyemal-Eddin, un anciano alto y venerable, de pelo entrecano, barba blanca como la nieve y tez colorada. Después de encomendarse a Dios, preguntó a Shamil acerca de los incidentes de la campaña y le contó lo que había ocurrido en las montañas durante su ausencia.
Entre los acontecimientos de diversa especie —muertes por venganza, robos de ganado, acusaciones por inobservancia del Tarikat, haber fumado, haber bebido vino—, Dyemal-Eddin le hizo saber que Hadji Murad había enviado a gente para ayudar a su familia a pasarse a los rusos, pero que el plan había sido descubierto y la familia trasladada a Vedeno, donde quedaba vigilada en espera de la decisión del Imam, En la sala vecina estaban reunidos los ancianos que habían de juzgar todos estos casos, y Dyemal-Eddin aconsejó a Shamil que despachara en seguida con ellos porque llevaban ya tres días esperándole.
Después de comer lo que le trajo Zaidet, una morena de nariz en punta y rostro desagradable por la que no sentía afecto, pero que era la más antigua de sus mujeres, Shamil pasó a una sala contigua.
Seis hombres componían su consejo, ancianos todos ellos de barbas blancas, grises, rojizas, en turbantes o sin turbantes, gorros altos, en cherkeskas y beshmets nuevos, con cinturones de cuero bien provistos de puñales. Todos se levantaron para saludarle. Shamilles llevaba a todos la cabeza. Todos ellos, al igual que él, levantaron las manos con las palmas hacia arriba y, cerrando los ojos, recitaron una oración, terminada la cual se pasaron las manos por el rostro bajándolas hasta la punta de la barba y juntándolas allí. Hecho eso se sentaron todos, Shamil en medio, en el cojín más alto, y comenzaron a examinar los asuntos pendientes. "



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