Días y noches (fragmento)Andrés Trapiello
Días y noches (fragmento)

"Al principio nos habían dicho que nos recogerían en Argelès, pero de Argelès nos mandaron a otro lugar que llaman Saint Cyprien. Diez kilómetros más. Hubo gente que, desesperada, quería quedarse a dormir en la carretera, quienes decían, ya no podemos más, nos paramos aquí, seguid vosotros, que os alcanzaremos. Habían decidido morirse allí mismo. Había que quedarse con ellos y preguntarles, compañero, ¿qué tal todo?, ¿todo bien? Y hablabas un rato con ellos. Les animábamos, les levantábamos del suelo y tratábamos de distraerles con un poco de conversación. Nosotros hicimos sesenta y cinco kilómetros en dieciséis horas, sin detenernos. ¿Cómo? No se me pregunte, pero los hicimos.
La gente de los pueblos y aldeas se asomaba a las ventanas para vernos pasar. Si hablaban, lo hacían en un susurro, por respeto, como si fuésemos de una procesión de cristos sangrantes. Las mujeres daban algo de comida a sus hijos pequeños, para que estos nos la entregaran. Lo hacían, yo creo, para no humillarnos, pues parece que lo que te da un niño es menos limosna que lo que te da un hombre como tú o una mujer. Repito que esos pequeños socorros no sirvieron de mucho, porque no creo que alcanzaran ni a un uno por ciento del elemento refugiado, y lo cuento no porque lo viera, sino porque me lo contaron.
Llegamos a Saint Cyprien de noche. La impresión que nos causó el campo fue grande, temimos habernos equivocado, porque no creo que el infierno pueda tener un aspecto diferente. A las mujeres antes de llegar a Saint Cyprien las desviaron a otro lugar. Pasamos las primeras alambradas. A la puerta habían levantado dos barracones provisionales, uno a cada lado, para los gendarmes, no más grandes que unas letrinas, en los que había espacio únicamente para una estufa, una silla y una pequeña mesa sobre la que brillaba pobremente un candil de petróleo, como el de los ferroviarios. Nadie nos preguntó nada. Allí se podía entrar, pero no salir. Al pasar entre los primeros grupos, a todos se nos encogió el corazón, porque creíamos que ya estábamos muertos, aunque no lo supiéramos. La alegría primera de encontrarnos con tantos compatriotas y hacernos la ilusión de que España estaba allí más presente y viva que en lugar alguno, dio paso a un sordo sentimiento de acabamiento y final. Era como un gigantesco depósito de cadáveres, sólo que los cadáveres estaban en pie, parados en el aire helado, mirándonos a los que llegábamos. Algunos preguntaban de dónde salíamos, si traíamos noticias nuevas, si por un milagro las cosas detrás de nosotros habían cambiado y podríamos volver ya. Pero nadie respondía. Se nos quedaban mirando, nosotros les mirábamos a ellos, no se movían ni siquiera para dejarnos paso, les costaba desplazar un brazo, arrastrar el pie unos centímetros sobre la arena era un esfuerzo ímprobo para todos.
Eran muchos los que creían que íbamos a volver en una o dos semanas. ¿Cómo podrían figurarse una cosa tan absurda? Pues lo creían. Para sobrevivir y no tener que morirse en una tierra extraña.
Habían alambrado una gran extensión de la playa, no sé, uno o dos kilómetros, con doble fila de alambres, los muy perros, y allá nos metieron. Pero antes nos vacunaron en una de aquellas letrinas, salió un médico con una bata blanca sucia, nos ordenó que nos levantáramos la manga, llevaba una jeringuilla como yo no había visto jamás, grande como la de los churreros, lo menos para un litro de vacuna. La gente se dejaba clavar la aguja sin soltar la maleta, y cuando preguntamos dónde repartían la comida, nos respondieron que se distribuiría por la mañana. Les informamos, no hemos probado bocado desde ayer y llevamos todo el día caminando. No sabían nada. Decían, mañana, mañana todo solucionado, y nos empujaban para que fuésemos metiéndonos en el campo.
Avanzamos entre la gente, que permanecía de pie o sentada sobre maletas y atillos, porque el suelo estaba tan húmedo que no se podía uno sentar. No eran más que manchas sombrías, agazapadas contra la inmensidad negra del cielo. El hecho de que estuviesen todos de pie impresionaba más todavía. Al avanzar entre ellos, te tropezabas con sus ojos. Cómo brillaban. Era lo único que tenía brillo en aquella masa de restos humanos. Bolas de acero, destellos de ascuas negras, duros carbones, encendidos de fiebre, cuevas donde esperaba el monstruo insomne del miedo.
Al rato la oscuridad fue completa, hasta los ojos se apagaron. Únicamente brillaban los candiles vacilantes y remotos, como astros muertos. Éramos miles, todos varones, si te tropezabas con alguien, nadie se molestaba, pedías perdón, decías, perdón compañero, y la gente se agitaba con lentitud, como animales de un matadero que presagiaran la proximidad de su muerte, nadie daba crédito que nos hubieran encerrado en una pocilga como aquella, peor que cerdos, a quienes no falta nunca su rancho diario. El aspecto de la gente era penoso, muchos, más de la mitad de los que estaban allí, qué se yo, veinte o treinta mil, estaban enfermos, con fiebre, con diarreas, con infecciones, con pulmonías. El que estaba como yo, sólo con piojos, podía darse por contento. ¿Tenéis algo de comer?, preguntamos a los que estaban cerca de nosotros. Y la gente negaba con la cabeza. Algunos nos preguntaron de dónde veníamos, por si tenían ellos a alguien conocido en nuestras unidades. Otros se echaban a un lado en silencio para que pudiéramos pasar, pero la mayoría estaban como en lo más hondo de un pozo, y no decían nada porque habían muerto ya, y lo sabían. Allí estábamos cien mil personas o más, qué sé yo, todos en silencio. Creo que no se habrá conseguido nunca algo así, poner a tanta gente junta y que nadie quiera hablar. Se oían las olas, chas, chas, llegando sobre la arena. Y la gente quieta o moviéndose de un lado a otro muy despacio, como larvas de un pudridero. Era el cuerpo muerto de España, y nosotros no éramos más que pobres gusanos.
Los primeros habían llegado hacía cuatro y cinco días, la mayoría procedentes de Barcelona. Nosotros fuimos los últimos que llegábamos del frente de Aragón. Nos costó escoger un lugar donde pasar la noche y aún tuvimos que recorrer un trecho hasta encontrar un sitio donde quedarnos.
La gente se embozaba en las mantas, se apretaban unos contra otros, en grupo se echaban una manta por la cabeza y entre todos trataban de calentar con su aliento el aire que respiraban. Preguntamos, ¿por qué no se encienden fuegos? Pero no había nada que quemar.
Por detrás teníamos los alambres de espino, y por delante el mar.
Yo llegué tan cansado que sólo tenía ganas de dejar de andar, y, sin embargo, podía haber seguido caminando horas y horas, las piernas ya no obedecían mis órdenes, sino que parecían marchar solas, como apéndices de un muñeco mecánico. Creo que hubiera podido reventar, como un caballo, caminando hasta el último segundo de vida.
Conseguimos al fin, en lo cimero del campo, encontrar un sitio donde caernos muertos. Enfrente estaba el mar inmenso. La noche no dejaba ver nada más que el sombrío encaje de las olas, en el momento en que rompían sobre la arena, como una inmensa plancha de bronce que se oscurecía aún más con el reflejo de unos nubarrones que como hoscos bueyes bajaran a abrevar al horizonte.
El mar, el mar… Esa fue la primera vez que lo vi. Mejor dicho, no lo vi, pues que nada se veía, pero lo sentí, y lo sentí desde dentro, desde mí hacia afuera, no al revés. En Barcelona me habían llevado a ver los barcos del puerto, pero aquel mar y el de Saint Cyprien no se parecían en nada. Lo que yo había visto era un puerto, nada más, no conocía las olas, no había pisado las arenas de la playa, no había olido el olor puro de las algas y del yodo. "



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