Un día más largo que un siglo (fragmento)Chinguiz Aitmátov
Un día más largo que un siglo (fragmento)

"Burani Yediguéi recordaba con una sensación especial de felicidad el final del verano de 1952 y el comienzo del otoño. Como por arte de magia se había realizado la predicción de Yediguéi. Después de aquel terrible calor, bajo cuyos efectos hasta los reptiles de Sary-Ozeki acudían corriendo al umbral de las viviendas para resguardarse del sol, el tiempo cambió súbitamente a partir de mediados de agosto. De pronto cedió el insoportable calor y empezó a aumentar el frescor, y por lo menos ya fue posible dormir tranquilamente por las noches. En Saryozeki, semejante bienestar no suele darse cada año, pero sí algunas veces. Los inviernos son invariables, siempre son rigurosos, pero los veranos a veces se muestran indulgentes. Eso sucede cuando en las capas altas de la atmósfera, según contó un día Elizárov, tienen lugar grandes desplazamientos, cambian las direcciones de los ríos celestes. A Elizárov le gustaba contar tales cosas. Decía que por arriba discurrían enormes ríos invisibles, con sus orillas y sus inundaciones. Esos ríos, en incesante movimiento, lavaban en cierto modo el globo terráqueo. Y la Tierra, envuelta toda ella por los vientos, navegaba siguiendo sus propios círculos, y esto constituía el discurrir del tiempo. Era curioso escuchar a Elizárov. No se encuentran personas así, era un hombre con un alma como hay pocas. Burani Yediguéi le respetaba, y Elizárov le pagaba con la misma moneda. Así pues, como decíamos, este río celeste, que acarreaba hacia Saryozeki un aliviante frescor en la época más calurosa, bajaba de su techo sin que se sepa por qué, y al perder altura chocaba contra el Himalaya. Y el Himalaya, aunque se encuentra Dios sabe a qué enorme distancia, está muy próximo a escala del globo terráqueo. El río aéreo tropezaba con el Himalaya y daba marcha atrás. No iba a parar a la India ni a Pakistán, allí el calor continuaba siendo fuerte, sino que en su retroceso se desparramaba por Saryozeki, porque Saryozeki era como un mar, un espacio abierto sin obstáculos... Y este río traía el frescor del Himalaya...
Sea como fuera, aquel año reinaba un tiempo verdaderamente agradable a finales de verano y principios de otoño. En Saryozeki, las lluvias son un fenómeno raro. Cada una se puede recordar durante mucho tiempo. Pero aquélla la recordó Burani Yediguéi toda su vida. Al principio, el cielo se llenó de nubarrones, e incluso fue algo fuera de lo común ver cómo se cubría la profundidad eternamente vacía de aquel cielo ardiente y paralizado. Y empezó a levantarse vapor, el calor sofocante llegó a una tensión imposible. Yediguéi trabajaba aquel día de enganchador. En la vía muerta había tres vagones recién descargados de machaca y de una nueva partida de traviesas de pino. Las habían acarreado la víspera. Como de costumbre, se exigía una descarga con carácter urgente, y luego resultaba que la cosa no era tan urgente ni mucho menos. Doce horas después de descargarlos, los vagones estaban aún en la vía muerta. Y todos habían arrimado el hombro: Kazangap, Abutalip, Zaripa, Ukubala, Bukéi, todos los que no estaban trabajando en la línea fueron destinados a esa empresa urgente. Téngase en cuenta que entonces todo debía hacerse a mano. ¡Y qué calor hacía! Sólo faltaba eso, que se les ocurriera mandar aquellos vagones con semejante calor. Pero si era preciso, era preciso. Y trabajaron. Ukubala sintió náuseas y empezó a vomitar. No soportaba el olor de las ardientes traviesas alquitranadas. Fue preciso enviarla a casa. Luego dejaron partir a las demás mujeres: los niños se consumían de calor en casa. Se quedaron los hombres, sudaron la gota gorda, pero terminaron su cometido.
Y al día siguiente, poco antes de la lluvia, los ya vacíos vagones regresaron a Kumbel con un tren de mercancías. Mientras hacían maniobras y enganchaban los vagones, Yediguéi se ahogaba de calor como en un baño de vapor. Y le cayó en suerte un maquinista que no hacía más que retrasarlo todo. Y él, entretanto, doblado en cuatro bajo los vagones. Y Yediguéi insultó al maquinista con la palabra gorda correspondiente. Y éste le respondió de la misma manera. Tampoco lo pasaba muy bien junto al fogón de la locomotora. El calor los tenía locos. Y gracias a Dios, partió el mercancías. Se llevó los vagones vacíos.
Y entonces cayó súbitamente el aguacero. Estalló. Cayó agua por todas las sequías. La tierra tembló y se levantó en un instante en ampollas y charcos. Y la lluvia fue cayendo y cayendo, una lluvia furiosa, enloquecida, que había acumulado todas las reservas de frescor y de humedad, caso de ser verdad, de las nevadas cumbres del propio Himalaya... ¡Y qué Himalaya! ¡Qué potencia! Yediguéi corrió a su casa. Ni él mismo sabía por qué. Porque sí. En realidad, el hombre, cuando cae bajo la lluvia, siempre corre a casa o busca cualquier techo. Es la costumbre. De no ser así, ¿para qué ocultarse de semejante lluvia? Lo comprendió y se detuvo cuando vio que toda la familia Kuttybáyev –Abutalip, Zaripa y los dos niños, Daúl y Ermek– bailaban cogidos de la mano y saltaban bajo la lluvia junto a su barraca. Y esto impresionó a Yediguéi. No porque estuvieran saltarines y se alegraran de la lluvia. Sino porque antes de que empezara ésta, Abutalip y Zaripa se habían dado prisa caminando con amplio paso por el camino desde el trabajo. Entonces lo comprendió. Querían estar juntos bajo la lluvia, con los niños, toda la familia. Eso no le había pasado a Yediguéi por la cabeza. Y ellos, bañándose en los chorros del aguacero, bailaban y alborotaban como los patos migratorios en el mar de Aral. Para ellos era una fiesta, un respiradero del cielo. ¡Habían añorado tanto la lluvia en Saryozeki, habían languidecido tanto por ella! Y a Yediguéi le pareció tan alegre como triste, tan gracioso como lastimoso, ver a aquellos marginados agarrándose a un minuto luminoso en el apartadero de Boranly-Buránny. "



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