Réquiem habanero por Fidel (fragmento)Juan Jesús Armas Marcelo
Réquiem habanero por Fidel (fragmento)

"A partir de lo de Ochoa estuve una temporada en plan piyama. No porque me mandaran para mi casa como cómplice de los que habían sido fusilados, sino porque me entró una baja mortal, una desazón y una angustia que no había sentido en mi vida. Mami le puso nombre de fantasma: el yuyu.
Comoquiera que sea, el yuyu, vamos a llamarlo así para entendernos todos, comenzó como una especie de picazón del alma, porque yo nunca había sentido miedo, ni había sudado de pánico como sudé en aquella ocasión. Si hubo un indicio que me hizo pensar que algo aquí dentro, en mi cabeza, iba rematadamente mal, fue aquella manía que sentí de repente de tocar las llaves que llevaba en el bolsillo. Tocaba las llaves ahora mismo y dentro de un par de minutos, creyendo que las había perdido, volvía a echarme la mano al bolsillo para constatar que las llaves seguían allí, que no se me habían perdido. Pero entonces, después de tocar las llaves por enésima vez, me hacía a mí mismo la más torpe de las preguntas que jamás me había hecho: ¿qué pasaría si perdía las llaves de mi casa, las llaves de la taquilla en la Seguridad, qué pasaría si perdía las llaves del auto de la policía que tenía a mi cargo y que siempre manejaba yo? Un día cualquiera, sudando de angustia, se lo pregunté a Mami, que me miró con una expresión de asombro sorprendente.
—Pero, negrón del carajo, ¿qué va a pasar? Nada, ¿no estoy yo aquí en casa acaso? —me contestó.
Sí, ella estaba en casa, pero ¿y si no hubiera nadie en casa y yo necesitara entrar inmediatamente, qué haría si Isis tampoco estuviera, y si nadie me pudiera ayudar, nadie, nadie?
—Pues, chico, Gualtel, qué pesado te vuelves, no pasaría nada. Te esperas y ya está, más nada.
No. A mí no me parecía esa la solución del problema. Ni siquiera lo que me decía Mami casi furiosa, que en última instancia un cerrajero solventaría la cuestión en un par de minutos. No, también podía solventarlo en menos tiempo y con mis llaves perdidas un ladrón de la calle. ¡Un robo en la casa de un coronel de la Seguridad del Estado! ¿Y por qué? Porque el muy comemierda había perdido las llaves, las había dejado por ahí, en un cafetucho cualquiera, se había olvidado de ellas y cuando las había echado en falta ya era demasiado tarde. Alguien las cogió, supo dónde vivía el coronel Cepeda, se fue para Luyanó en dos minutos y le vació la casa en dos segundos. Lo peor fue cuando un día, sentado en un taburete del Gudari, se me cayeron las llaves del bolsillo de los pantalones cuando estaba tomando café. No me di cuenta de nada. Estaba pensando en cómo liberarme de aquella angustia que no sabía por qué me había entrado tan hondo (aunque sí lo sabía, eso lo supe después más bien, cuando se me pasó el yuyu). Me habían dado de baja y pasaba el día sin hacer nada, sin apetito de ninguna clase, como una yerba cualquiera, un vegetal que está ahí tirado en el sofá de su casa y no quiere levantarse. Mami me animaba a salir y de vez en cuando yo salía, porque no quería irme de casa no fuera a perder las llaves, ahí empezó toda esa locura, en las llaves.
—Las llaves, campeón, que te las dejas atrás —oí que me decía Patxi.
¡Coooñooo! Me entró un pavor y empecé a sudar como si estuviera dentro de una sauna sueca. Un sudor frío que me bañaba el cuerpo entero y me llegaba al alma, me quitaba las fuerzas y me dejaba como si las fatigas me fueran comiendo de un golpe la respiración. Tengo que decirles algo de este sudor frío: nunca lo había sentido, en la vida, pero se me quedó para siempre. Secuela llaman a eso, restos, memoria, recuerdo del yuyu que, junto con otras incomodidades, ya nunca me abandonará, jamás y nunca, como me decía mi psiquiatra, la bellísima doctora Galarza. Todavía joven, la doctora Galarza era un producto exacto de lo que la Revolución quería de un ser humano: belleza física, solidaridad, franqueza, profesionalidad, autoridad, humanidad, sacrificio. Era bellísima, suavemente prieta, con caderas tan femeninas que uno no podía dejar de admirarlas. Tenía el cabello negro y largo, recogido siempre en un moño. Sus ojos negros eran profundos y cercanos, irradiaban una humanidad poco común. Y sus piernas eran de bailarina del Tropicana. ¿Había sido ella bailarina en su juventud, atleta en los Panamericanos, en las Olimpiadas?
—Algunas cosas se quedan para siempre. Son secuelas, el recuerdo de la enfermedad que ya no abandona a uno hasta que se muera —eso decía la doctora Galarza.
Yo la admiraba hasta más allá de mi propia humanidad y creo que acabé enamorándome mucho de ella, aunque nunca se lo dije. Mami no me notaba ninguna rareza porque ya estaba raro con el yuyu, y además esa pasión que comencé en secreto a sentir por la doctora Galarza, en secreto tendría que llevarla para siempre porque no iba a decírselo a nadie, ni a ella tampoco, menos que a nadie. Me moriría de pena si ella se daba cuenta de lo que estaba sintiendo por ella en pleno yuyu, de manera que ese silencio de la pasión era como una frustración más que me provocaba una ansiedad descomunal. Cuando no la veía, mi ansiedad subía, pero cuando la veía subía mucho más, sin poderlo remediar. Los que saben de estas cosas dicen que los pacientes terminan siempre, de una manera u otra, enamorados de su psiquiatra. Y lo peor: dicen que los psiquiatras lo saben, lo notan en el comportamiento del paciente. Yo sufría mucho, se me llenaban el cuerpo y el alma de ansiedad cuando iba a ver a la doctora Galarza y trataba de no mirarla de frente. En mi delirio, recordaba lo que me había dicho Lissette, la camarógrafa de Fidel: que Él sabía lo que cada uno de los cubanos pensaba en el momento en que le echaba los ojos encima. De modo que yo trataba de huir de la mirada de la doctora Galarza, de los ojos negros y profundos de la doctora Galarza. Pero cuanto más trataba de huir de su mirada, más la miraba, más me quedaba prendado de sus ojos, de su mirada y su figura, de sus hoyuelos en el rostro, de aquella incipiente sonrisa que no la abandonaba jamás. "



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