Vida de un escritor (fragmento)Gay Talese
Vida de un escritor (fragmento)

"Pero la siguiente ocasión en que Chestnut volvió a ver a John Lewis en una situación semejante, encabezando una fila de negros que atravesaban el puente de Selma, en la mañana del domingo 7 de marzo de 1965, vería luego su cuerpo tirado en la carretera, con los huesos rotos, sangre en la cabeza y el cráneo fracturado, mientras que el sheriff Clark y docenas de agentes de la ley perseguían a los manifestantes que huían de regreso a la capilla Brown, dejando a diecisiete de ellos esparcidos a lo largo de la carretera, doloridos y tosiendo a causa del gas, hasta que fueron llevados a un hospital segregado. El ataque de la policía fue tan rápido que ni siquiera Lewis, con toda la experiencia que había adquirido como cabeza del SNCC y Freedom Rider, pudo prever esta calamidad, este brutal y vengativo ataque por parte de la policía, que más tarde Lewis llegaría a considerar el peor y el mejor día de su vida.
Hasta unos pocos minutos antes de ser golpeado, iba caminando con tanta tranquilidad como si estuviera dando un paseo dominical a través del parque, guiando a un alegre grupo de parientes hacia un picnic. Se oían canciones que provenían de atrás, la cordialidad de hombres y mujeres negros aliados en su solidaridad, que llevaban junto con sus morrales el peso de sus creencias y la sensación de estar en el camino correcto hacia alguna forma de redención. Al lado de Lewis iba el representante de King, Hosea Williams, y detrás de ellos venía un par de organizadores de la campaña por el derecho al voto, de los condados cercanos de Lowndes y Perry (escenario del asesinato de Jimmie Lee Jackson); detrás de estos hombres venían dos veteranas activistas de Selma; una era higienista dental, y la otra, economista agrícola entrenada en Tuskegee, que trabajaba con familias de granjeros y estaba luchando para lograr registrarlos; y detrás de ellas venía el pastor de la capilla Brown junto con un educador que enseñaba ciencias en la secundaria negra; y detrás de ellos, formados de dos en dos, había cientos de personas más, hombres y mujeres de distintas ocupaciones y edades y también muchos estudiantes, casi todos vestidos con la ropa de domingo y obedeciendo las instrucciones de sus mayores de caminar solamente por la acera a lo largo del distrito financiero y comportarse de manera discreta y disciplinada, aunque todos los negros en esta larga procesión fueran culpables de lo que el juez Hare llamaba «conducta desordenada».
Sin embargo, la policía no los detuvo cuando siguieron hacia la zona comercial de Selma y tampoco fueron interceptados por ninguno de los muchos blancos indignados que se arremolinaban junto a las vitrinas de las tiendas a observar la procesión. Pero después de que los manifestantes que iban a la cabeza comenzaron a cruzar los arcos de la parte central del puente, pudieron ver que la carretera estaba bloqueada más adelante por filas de hombres con casco. A medida que John Lewis se fue acercando, reconoció a algunos de los agentes de uniforme azul de la policía estatal y a los miembros de la policía montada de la oficina del sheriff cuyo uniforme era de color caqui, y, por supuesto, a Jim Clark. Lewis pretendía seguir caminando hasta llegar a la barrera y luego supuso que le dirían que estaba bajo arresto y lo enviarían a la cárcel, hasta que J. L. Chestnut Jr. lo sacara bajo fianza. Esto se había vuelto una especie de formalidad para este joven pero muy experimentado activista de los derechos civiles. Ya había sido arrestado más de treinta veces desde que comenzó a protestar en los comedores de Tennessee, cinco años atrás, y aunque muchas veces, cuando fue Freedom Rider, había sido abofeteado, pateado, escupido y golpeado con pistolas por turbas de blancos y la policía, Lewis no previo que ese día, en la carretera hacia Montgomery, lo esperara un ataque físico. La reciente timidez de Clark en el palacio de justicia probablemente contribuyó a hacerle pensar eso, así que siguió hacia delante sin preocuparse, hasta que llegó a unos noventa metros de la policía y oyó que uno de los agentes comenzaba a gritar a través de un megáfono: «… Les doy tres minutos para dispersarse y regresar a su iglesia. Ésta es una marcha ilegal. No se les permitirá continuar».
Desde donde yo me encontraba, a la orilla de la carretera, enfrente de donde estaba Chestnut de pie sobre la plataforma de un camión, observé que muchos miembros de la policía montada del sheriff no parecían poder controlar plenamente sus caballos. Los animales parecían nerviosos, incluso delirantes, se levantaban sobre sus patas traseras y movían nerviosamente la cabeza, al tiempo que emitían sonidos de perturbación que eran interrumpidos por las imprecaciones de sus jinetes, que tiraban con fuerza de las riendas en un esfuerzo por permanecer sobre la montura. No sé mucho sobre caballos, pero en muchas ocasiones he visto a la policía montada de Nueva York controlando multitudes de manifestantes, y estoy seguro de que lo que estaba viendo allí era una situación caótica, ya fuera porque a los hombres les habían asignado unos caballos rebeldes con los que no estaban familiarizados, o porque los caballos mismos estaban reaccionando a la corriente de belicosidad que sus jinetes les transmitían a través de la silla. Pero el alguacil no parecía notarlo, mientras caminaba solo, lejos de la barricada, hacia el lado de la carretera donde estaba yo con otros miembros de la prensa. Llevaba su uniforme hecho a la medida y la gorra con la visera de la trenza dorada, y a medida que se nos acercaba, moviendo su porra, yo podía comprobar cómo se le iluminaba la cara y le brillaban los ojos, al ver las luces de muchas cámaras que lo fotografiaban. "



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