Amor y gimnasia (fragmento)Edmondo de Amicis
Amor y gimnasia (fragmento)

"Estaba arrepentido y descorazonado, pero sintió de nuevo un hálito de esperanza cuando entró en su habitación y encendió la vela de la mesilla. ¡Quién sabe! Quizás ella le había escrito ese día y la carta llegaba al día siguiente. Por desgracia, era capaz de presagiar qué tipo de carta. Pero cualquiera que fuese la respuesta, le parecería menos dura que el mutismo indiferente que lo estaba destrozando. Con este pensamiento se desvistió agudizando el oído, pues su habitación estaba bajo el cuarto de la Pedani y, al tener un suelo muy delgado, podía oír los ruidos más insignificantes. Pero no oyó nada: debía estar en la mesa estudiando. Le asaltó una sospecha y a la vez una nueva esperanza: quizás había hecho mal al no expresar claramente en su declaración su propósito de matrimonio. Quizás ella había creído que él sólo le pedía que correspondiera a su amor… ¡Qué error había cometido!… ¡Y eso que la carta le había parecido tan clara!… ¡Dios mío, era una belleza! Nunca la había visto tan bien como aquella tarde, sentada con el busto erguido, como una emperatriz en el trono, con su ancho pecho palpitante y lleno de vida, sobre el que haría rodar su cabeza aún a costa de quemarse como en un brasero. La luz de la gran lámpara confería a su tez tal esplendor de juventud, que daba la impresión de que cada beso estampado en su piel pudiese hacer rejuvenecer un año. Había observado sobre la mesa su mano ligeramente robustecida por los ejercicios gimnásticos, pero larga y bonita, llena de fuerza y de gracia; se habría lanzado sobre ella como un buitre sobre una tórtola. Pero no, la realidad era que él no le gustaba. ¡El ideal para ella debía de ser otro tipo de hombre bien distinto! Y sin embargo sentía esa pasión desbordante que colma cualquier vacío, que elimina las diferencias, que desafía cualquier comparación. El cerebro le quemaba como una girándula encendida. Al primer ruido que escuchó arriba, pegó un brinco, se sentó en la cama y fijó en el techo los ojos ardientes conteniendo la respiración. Nunca aquellos ruidos le habían agitado tanto la sangre como aquella tarde. Los conocía todos y a través de ellos seguía todos sus movimientos. Desplaza la silla, da vueltas por la habitación desperdigando la ropa, abre y cierra el armario, pone la palmatoria en la mesilla, deja caer un botín, luego el otro… ¡Ay, qué vida más miserable! Ese era el momento en que don Celzani sentía con más fuerza su rencor contra la naturaleza, que parecía haberlo esculpido a propósito para el ministerio eclesiástico, y se sentía capaz de dar veinte años de vida con tal de cambiar de rostro. Pero después, poco a poco, según prolongaba la vigilia, la exasperación del deseo iba cediendo al cansancio y se dulcificaba, convirtiéndose en un sentimiento de tristeza afectuosa y humilde durante el cual, abandonando a la persona adorada, se contentaba fantaseando con los objetos que había oído caer uno a uno; y le parecía que sólo tenerlos, palparlos, besarlos, morderlos era un desahogo suficiente. Casi no durmió aquella noche. Amaneció al alba, esperando los ruidos habituales que volvían a despertar la violencia del deseo acallado por el cansancio. Y en efecto, a la hora precisa en que la Pedani solía saltar de la cama, oyó el ruido sordo de los pies desnudos sobre el pavimento que hizo temblar todo su cuerpo; oyó el usual rumor que hacía al vestirse, luego el ruido sordo de las mancuernas que sacaba de debajo de la cama, pues todos los días, en cuanto se levantaba, practicaba un poco de ejercicio. Y la última imagen de aquellos brazos enérgicos que se disparaban por encima de su cabeza le dio por fin el impulso para tomar una resolución audaz. Quería abreviar el martirio de la incertidumbre, esperarla a la salida a las ocho y media y pedirle una respuesta. "


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