Estela del fuego que se aleja (fragmento)Luis Goytisolo
Estela del fuego que se aleja (fragmento)

"Una vez en el avión pudo seguir con sus notas, precisar la idea de que ir a París o a Bilbao o a Madrid o simplemente a ver unas obras a menos de cien quilómetros de Barcelona, eran actividades que, no por rutinarias, habían perdido para él su carácter de viaje. El tiempo podía haberse encogido, haberse reducido a una fracción del tiempo que antes tomaba cubrir la misma distancia, pero cada uno de esos desplazamientos constituía para A un viaje de entidad no menor a los de cuando niño, cuando se iban de veraneo, parte a Puerto de Pollensa y parte al campo, esto es, al paso de Peshawar, al archipiélago malayo, al Lejano Oeste. Aunque en este aspecto nada igualaba al avión, pocas cosas liberaban tanto la memoria y la imaginación de A, pocas cosas le alejaban tanto de las tensiones cotidianas, como un viaje al volante de su automóvil, por familiar y relativamente breve que fuera el recorrido. Tampoco la importancia de un sueño está relacionada con la cantidad de horas que uno ha dormido.
Condición imprescindible para que el efecto liberador se produjera, eso sí, era la de hacer el viaje solo, sin gente que hablara, bromeara o durmiera, ya que, como en el tren, parecía bastar la presencia de otros para que ese efecto quedara neutralizado. Únicamente a solas era capaz de ver las cosas, no como unos supuestos operativos en los que todo el mundo parecía estar de acuerdo, sino como lo que realmente eran: evidencias de oscuro significado que, por algún motivo sólo en apariencia sorprendente, nadie parecía tener interés en dar por buenas. Antes de finalizar el viaje, A ordenaba, agrupaba y memorizaba sus ideas en unos cuantos puntos que luego, cuando tuviera tiempo, desarrollaría en forma de anotaciones. Cosas que no guardaban relación alguna con las gestiones que habían motivado el viaje.
Otro factor condicionante era la distancia a la que A se encontraba de Barcelona. Una distancia que había que considerar, no en abstracto, sino en relación al hecho de que A se estuviese alejando o aproximando respecto a Barcelona, pues mientras el número de quilómetros que iban quedando a su espalda actuaba de acicate cuando salía, a la vuelta, muy al contrario, la cuenta de los que le restaban para llegar hacía más bien las veces de freno, de forma similar a como la falta de aire termina por apagar una llama. Así, no era el despertar en el hotel, ni la travesía del ajetreado Madrid de las siete de la mañana, ni siquiera la miseria fantasmagórica del primer vuelo del Puente Aéreo, lo que abría una solución de continuidad en la secuencia liberadora del viaje. La verdadera sensación de punto final se creaba únicamente a partir del momento en que, no bien tocaban tierra en El Prat, A se metía en el coche y, dejando atrás el área del aeropuerto, regresaba a casa a la hora en que otros salían de la suya, oficinistas, horteras, la hora de los subalternos y, en la parte alta de la ciudad, de los colegiales, tanto más numerosos cuanto más se acercaba a su casa, un barrio que se diría cada vez más menudo y provinciano, más a la medida de lo que la ciudad podía dar de sí. "



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