Madame Solario (fragmento)Gladys Huntington
Madame Solario (fragmento)

"Fue así como se abrió para Bernard la sociedad de Cadenabbia. Para hacer tiempo antes de la cena se puso a pasear delante del hotel con el coronel Ross, quien le fue indicando, sin que nadie le preguntase nada, quién era cada persona. La mujer de la belleza imponente era la marchesa Lastacori, inglesa de nacimiento, aunque había vivido toda la vida en el extranjero. Su esposo, un rico industrial italiano, no había recibido sino muy recientemente el título de marqués —explicó el coronel Ross con cierto pesar—, pero eran una familia encantadora. Como mucha otra gente, iban a Cadenabbia cada año. Y la dama del rostro pétreo era la embajadora austríaca.
—Su hija —añadió el coronel adaptándose a la edad de Bernard— es una muchacha simpática, pero la hija de la condesa Zapponyi es más bonita. Ilona es una joven de muy buen ver.
—¡Ilona!—exclamó Bernard.
—Sí. ¿La conoce?
—No, pero oí que gritaban su nombre. ¿También es austríaca?
—No, en realidad es húngara. La condesa Zapponyi fue una mujer muy guapa; es más, ha hecho una gran carrera.
—El coronel Ross bajó la voz y siguió chismorreando con gran
Deleite. De repente exclamó—: ¡Buenas noches! ¿Han disfrutado de la merienda?
Y Bernard reconoció a algunos miembros del grupo que había salido de paseo en la lancha a motor.
—Son italianos—prosiguió el coronel Ross, de nuevo en susurros porque éstos andaban cerca—. Al otro lado del lago había varias villas; sus dueños eran italianos y se hacían «muchas visitas» unos a otros. —La princesa t… posee una villa, puede verla desde aquí, es aquella casona solitaria.
Y mencionó más nombres, que a Bernard le sonaron muy románticos, mientras unas graciosas figuras femeninas departían bajo los árboles bajo una luz atenuada como el collar de una paloma. El coronel Ross se mostraba muy ufano, como si alguien fuese a felicitarle personalmente por todos los encantos del lugar y de la sociedad que lo frecuentaba.
Unos encantos de los que, en cierto modo, se sentía responsable porque era el tercer año consecutivo que iba a Cadenabbia, y le hubiese pesado que no fuesen apreciados en su justa medida.
La actitud de la señora Ross era muy distinta. Al principio cuando les presentaron, Bernard pensó que se complacía en desairarle, pero pronto constató que aquel trato no le estaba reservado sólo a él, sino que en su presencia hasta el coronel Ross se convertía en un perrito obediente.
Después de cenar, gracias a los buenos oficios del coronel Ross, un grupo de personas invitó a Bernard a unírseles en el Salón de Lectura. Al principio se sentía tímido en una compañía que se le hacía más numerosa de lo que en realidad era, pero en cuanto vio a Beatrice Whitcomb tuvo la impresión de que se encontraba con una persona a la que conocía desde hacía mucho tiempo y a la que tenía aprecio. Ella le saludó como a un viejo amigo, aunque después ya no le prestó la menor atención. Practicaban un juego que Bernard no lograba entender. Más tarde la hija de la marchesa Lastacori se acercó al piano y cantó acompañada por el hombre engreído. Lo hacía de forma admirable. La música brotaba de su garganta, que vibraba con una voz libre y pura como la de los pájaros, aunque su expresión y sus maneras dramáticas e impacientes empañaban la calidad de su canto. Tenía el cabello negro, un natural tono tostado de piel, las caderas estrechas y el pecho generoso; sus movimientos nerviosos hacían tintinear sus pulseras; interrumpió una canción a la mitad y se puso a cantar otra con tal sentimiento que hasta ella tenía lá­grimas en los ojos. Cuando terminó se oyeron unos «¡Oh!» de admiración, pero el hombre que tocaba el piano le dijo:
—¡Missy, qué histriónica eres!
Ella pataleó furiosa. Cesó la música, y la señorita Whitcomb hizo unos números en el otro extremo de la sala. Se dobló hacia atrás curvada como una horquilla y besó la pared más o menos al nivel de la cintura, lo que provocó aplausos y los mismos «¡Oh!», y Missy salió corriendo a la oscuridad de la noche.
Bernard se sentía ajeno a todo aquello, y fue a sentarse en el ancho alféizar de una ventana abierta, a cierta distancia de la señorita Whitcomb y de su público; unos minutos más tarde apareció a su lado una muchacha, como si ella también se acercase a la ventana para ver la noche estrellada. "



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