La calle de los caballos muertos (fragmento)Jorge Asís
La calle de los caballos muertos (fragmento)

"A Montevideo, la Calle de los Caballos Muertos, se la llama así por motivos estrictamente obvios. Ocurre que a menudo, debajo del puente que divide el barrio Santa María, del Villa Iapi, aparecen cadáveres de caballos.
Montevideo viene de más allá del Camino General Belgrano, hay quienes dicen que desde Monte Chingolo. Y en su peregrinar sociológico, atraviesa villas fiscales, barrios levemente superiores, en una estratificada combinación de ranchos, chalets, casas viejas. Hasta llegar a la estación ferroviaria de Bernal, donde, por supuesto, no parece la misma. Las calles, como la gente, cambian; de compasión al principio, Montevideo pasa a despertar admiración, después de todo es simple.
Desde la estación de Bernal, por ejemplo, cualquier Juan del Sur puede tomarse un tren y bajar en la paterna Constitución. Desde aquí, en subte, Juan del Sur puede irse hasta Retiro, desde donde puede caminar hasta una dársena y, si quiere, arrojarse al río roñoso; o subirse a cualquier barco y alcanzar el mar, del mar al océano y tal vez arrojarse de noche, hacia el fondo, si existe. O puede seguir y desembarcar solamente en rincones desconocidos, asombrosos; o en cualquier lugar más o menos semejante, en definitiva, a Bernal.
Tal vez, los caballos que concurren puntualmente a morir debajo del puentecito, pretenden llegar, a través del arroyo, al mar, al océano. Y reencarnarse a lo mejor en mitológicos caballos marinos, multiplicarse o diseminarse. Vaya uno a saber.
Es cosa sabida por todos los pobladores que el arroyo que pasa debajo del puente conduce locamente hacia el océano, siempre lo dijo Zacarías, que navegó hasta Lisboa y sabe. Viene desde nadie sabe dónde; su peregrinar no es sociológico pero sí rengo: el arroyo atraviesa La Cañada intacta, cruza Zapiola dividiendo a su vez un infame rancherío de Bernal, encuentra Montevideo dividiendo entonces el Villa Iapi de la Santa María, prosigue por turbios parajes de Villa Gonnet hasta llegar a Wilde, y muy pronto a Villa Domínico, sitio declarado histórico, donde el arroyo se reparte en dos bracetes flacos que, independientes, se dirigen hacia el río. Un bracete prefiere tomar por Sarandí, el otro se empecina por Villa Domínico, para juntarse y amigarse en el río, después de haber sorteado estrechos y fascinantes corredores bordeados de ranchos despreciables.
Del Río de la Plata al mar dicen que hay un pasito. Después hacia el océano y hacia las fosforescentes ciudades parecidas, en el fondo, a Bernal.
De manera que los vecinos de Villa Iapi, Santa María, la Cañada, miran la porción que les corresponde del arroyo y se alegran. Se sienten optimistas porque consideran que, a pesar de todo, el mundo los tiene en cuenta. Esta presunción es motivo de grandes orgullos, de memorables festejos referidos al mar que jamás cruzarán, pero que tienen ahí, a un pasito, apenas dejándose arrastrar por la corriente que no existe, de ese arroyo frecuentemente embarrado, transitado por roedores y bichos terribles, desconocidos.
A la altura de Villa Iapi, precisamente por la Calle de los Caballos Muertos, ese arroyo sin nombre tiene un trayecto de escaso cauce. Y para colmo de agua oscura, agua en oportunidades muerta. Sin embargo a veces contiene agua de sobra, abundancia debida, en primer lugar, a la lluvia, a la colaboración de los vientos, y de ninguna manera a maldiciones de Dios, como afirma Insfrán, el paraguayo, y varias señoras santurronas de por ahí. Por lo general se culpa ostensiblemente a Dios cuando el arroyo desborda sin contemplaciones, y los pobladores entonces deben escaparse hacia algún socorrido colegio, enclavado en una zona superior, con pavimento y alta, con las eventuales pérdidas y posteriores enfermedades, debidas sobre todo a las ratas, y no a los pecados irreparables que Dios castiga. "



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