El secreto del hombre solitario (fragmento)Grazia Deledda
El secreto del hombre solitario (fragmento)

"Y poco a poco sintió que su vida se llenaba de aquel dolor, de aquel desorden, como si el viento de aquella noche hubiese entrado en su casa, dejada abierta, y lo hubiera alterado todo, y él no consiguiera implantar el orden de antes.
Comenzó, en realidad, a descuidar su casa y sus asuntos. Por la mañana se quedaba en cama hasta tarde; escondía la cabeza bajo la almohada para no ver el hilo de luz que entraba por el ventanuco, y así intentaba olvidar que fuera hacía frío, que si se levantaba tenía que salir e ir a casa de sus vecinos a saber cómo estaban.
No; no quería pensar más en ellos, pensar más en ella; y ella, en cambio, estaba a su lado, estaba dentro de su cama, estaba dentro de él…
Entonces saltaba del lecho, andaba por la casa semidesnudo y tomaba un baño frío para desentumecerse. Acababa vistiéndose, saliendo a preguntar cómo estaban sus vecinos. El temor de que el enfermo se escapara otra vez le inquietaba continuamente. El enfermo, en cambio, había caído en una profunda depresión, y no podía siquiera levantarse de la cama.
De todas maneras, para que Sarina no se quedara sola en casa, él se encargó de ir al pueblo para comprar la comida y para avisar al médico del agravamiento del enfermo.
He aquí que vuelve con su carga de paquetes y una bolsa con una botella de leche. Vuelve, como un criado solícito, por la carretera tantas veces recorrida con más calma, pero también con más pesadez.
En el fondo, no se olvidaba nunca: se veía siempre, como si el suelo fuera un espejo, y su sombra, su imagen. Y, a veces, le parecía que era grotesco y ridículo, y otras, que esta vida reanudada le había adelgazado, y embellecido este amor al prójimo. Se había olvidado incluso de su inquietud por Ghiana, y ya no deseaba su regreso. Ahora, la criada de los vecinos era quien le hacía las faenas, o, mejor dicho, se las hacían mutuamente.
En efecto, mientras él vuelve del pueblo con las provisiones, ella saca, vigorosamente, agua del pozo, también para su cántaro.
Y le acoge con una sonrisa juvenil, enseñándole desde lejos sus hermosos dientes, intactos, bajo su labio rojo, coronado de pelos, procurando que no le vea la señora, que está detrás de la ventana, en la habitación del enfermo.
El hombre se turba, baja los ojos, no por la sonrisa de la criada, sino porque cree que la señora, desde detrás de la ventana, está espiando su retorno.
Ella, en efecto, salió a su encuentro y le rogó que subiera.
—Mire —dijo, destapando al enfermo, que, según su costumbre, estaba escondido bajo las sábanas—. De repente se ha puesto así.
El enfermo parecía otro, todo hinchado, con la cara enrojecida y como si, de improviso, le hubiera engordado cómicamente. Sarina le apretó la mano con un dedo, y sobre la carne se quedó un hoyo violado. Luego apretó entre las suyas aquella mano gorda, de una gordura blanda, como llena de agua.
—¡Giorgio! ¡Giorgio!
El enfermo intentó levantar sus párpados hinchados. Aparecieron y desaparecieron los ojos azules, asustados, pero con un terror consciente y resignado. Y Cristiano recordó que había oído decir que los locos, cuando están a punto de morir, se vuelven cuerdos.
Sin embargo, se desengañó inmediatamente. El enfermo intentaba todavía morder la mano que le rozaba la cara, y de su boca salían palabras incomprensibles, con un mugido cansado de protesta y de amenaza. Parecía que pidiera que le dejaran morir solo, en paz, a oscuras, y que le fastidiara que la mujer se inclinara sobre él, que le mirara de aquel modo, con susto, y, sobre todo, que le llamara de aquella forma, como desde el fondo de un abismo. "



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