Jerusalén (fragmento) "Así le había ocurrido a él: en cuanto los ojos de la víbora se clavaron en los suyos, todo el pasado acudió a su boca. La serpiente ni siquiera tuvo que morderle. Antes de hacerlo, el veneno le recorrió las entrañas, y el Tiempo empezó a pudrirse dentro de su cuerpo. Cuando, al fin, aquellos dientes afilados se clavaron en él, Silvestre ya ni siquiera veía a la criatura ponzoñosa: apenas si era un recuerdo turbio y espeso, que se deslizaba entre el rocío y las piedras. Y de este modo, uno tras otro, se sucedieron los demás recuerdos, reptantes y viscosos como serpientes. Tardíos, casi eternos, como el torrente de los ríos. —El Tiempo es un veneno, Mwanito. Cuanto más recuerdo, menos vivo estoy. —¿Ya se acuerda de mamá? —Yo no maté a Dordalma. Te lo juro, hijo mío. —Le creo, padre. —Se mató ella sola. Las personas creen que se suicidan. Y nunca es así. Dordalma, la pobre, no lo sabía. Ella aún creía que una persona puede suprimir la existencia. Al fin y al cabo, sólo existe un verdadero suicidio: el de perder el nombre, perder el entendimiento propio y el de los demás. Quedar lejos del alcance de las palabras y la memoria ajena. —Yo me maté mucho más que Dordalma. Silvestre Vitalício sí se había suicidado. Antes incluso de morir ya había puesto fin a su vida. Hizo desaparecer los lugares, apartó a los visitantes, apagó el tiempo. Hasta robó el nombre de los muertos. A fin de cuentas, los vivos no son simples enterradores de huesos: más bien son pastores de difuntos. Ningún antepasado está a salvo de que, al otro lado de la luz, siempre haya alguien que lo despierte. En el caso de mi padre no era así. A él, el Tiempo nunca le había sobrevenido. El mundo empezaba en él mismo, la humanidad terminaba en él, sin pasado ni antepasados. —Padre, esa serpiente, ¿me abrirá a mí también las puertas del pasado? Silvestre no respondió. Es más: se puso a cuatro patas, con pose de cazador. Es un deber de honra, incluso para un sonámbulo, matar a la serpiente asesina. ¿Sería ese mandamiento lo que hizo que mi padre se precipitara sobre la serpiente para asestarle un garrotazo fatal? ¿La serpiente había caído? Se había desvanecido como una sombra, había desaparecido para siempre. El viejo Silvestre se quejaba de un movimiento brusco, las articulaciones roídas: —Mis huesos han muerto.... Vitalício reclamaba la extinción de su propio esqueleto. Y en mi caso, los huesos eran la única parte viva de mí. A la mañana siguiente vinieron a despertarme. Me había dormido de agotamiento, a unos metros de la sepultura de Jezibela. A mi lado, Silvestre Vitalício aún dormía, enroscado en sí mismo. Cuando me levanté, mi tío empujó a su cuñado con la punta del pie. El cuerpo de Silvestre rodó como desprovisto de vida. ¿Cómo podía haber quedado sumido en un sueño tan profundo? ¿Por qué le salía de la boca una espuma espesa y blanca? La respuesta no se hizo esperar: dos hilos de sangre brotaban de una pequeña herida en el brazo. —¡Le ha mordido una serpiente! ¡A Silvestre le ha mordido una serpiente! Alarmado, el tío llamó a Zacaria y a Ntunzi. El militar acudió con un cuchillo y, en un instante, sajó el brazo de mi padre para succionar, al momento, la herida sangrante. —¡No hagáis eso! —exclamé, oponiéndome con fervor—, ¡no hagáis nada, es todo un sueño! Me miraron, extrañados. Zacaria se dio cuenta de que mis palabras reflejaban mi entumecimiento mental, de modo que me examinó en busca de la mordedura que explicara mi confusión. Pero no halló nada; a continuación, se llevaron a Silvestre en un estado de semiinconsciencia. En los brazos de Zacaria, mi padre parecía un niño más pequeño que yo. Las palabras se le caían de la boca como restos de comida, como granos de arroz entre las encías de un viejo. —Dordalma, Dordalma, ni Dios llega, ni tú te vas. " epdlp.com |