Las aventuras del sargento Lamb (fragmento)Robert Graves
Las aventuras del sargento Lamb (fragmento)

"Antes del fin de marzo había comenzado el deshielo; Montreal tenía tres semanas de ventaja sobre Quebec respecto de la Llegada de la primavera, y ya no era seguro jugar a la crosse o efectuar los ejercicios militares sobre el río helado. El río había sido el campo de instrucción durante algún tiempo, pues sobre la tierra había una espesa capa de nieve, pero el sol derretía el hielo y éste se endurecía por la noche; además se proporcionaba una base sólida para las tropas echando las barreduras de los establos y las cuadras del ganado sobre el hielo para que cuando se rompiera la arrastrara la corriente. Un día, cuando estábamos haciendo nuestros ejercicios de pelotón, sonó un fuerte crujido bajo nuestros pies, como una descarga de perdigón, y el hielo se rompió de orilla a orilla. Rompimos filas alarmados, y un soldado fue herido por una bayoneta en el sálvese quien pueda general, pero la resquebrajadura no tuvo grandes consecuencias inmediatas. Sin embargo, continuó el buen tiempo y pronto comenzó a abrirse el hielo a lo largo de la orilla. Con frecuencia se oían los rugidos que producía el hielo al romperse en el centro del río, donde se habían formado las fantásticas montañas de hielo. Según las aguas iban aumentando por el deshielo, estas montañas caían en la corriente y eran arrastradas hacia Quebec con tremenda impetuosidad: hasta que quedaban atascadas en los estrechos, entre las islas, amontonándose allí en forma de nuevas montañas. El más grande rugido de todos se oyó el último día de abril, a medianoche, cuando se rompió algún escollo, medio kilómetro río abajo. Cuando despertamos por la mañana, el río fluía claro y azul bajo el cielo sin nubes, y nosotros éramos de nuevo un pueblo insular; en vez de trasladarnos al continente en trineos y carruajes, ahora teníamos que hacerlo en canoas y bateaux, que bajaban danzando por la corriente.
Sin embargo, mientras quedaran fragmentos de hielo en el río no era posible la navegación para barcos pesados, pues estos témpanos eran tan peligrosos como una roca o como un agresivo cachalote, cuando bajaban flotando.
Nos entristeció enterarnos de que entre las muchas víctimas del deshielo figuraba el comandante Bolton, que murió ahogado en los lagos, de viaje hacia Montreal, al tropezar el bateau en que iba con un témpano sumergido, hundiéndose inmediatamente. Richard Harlowe nos trajo la triste nueva; y en consecuencia, al haber muerto su jefe, tuvo que abandonar el Octavo y reintegrarse al Noveno. Cuando se le preguntó qué había sido de su esposa, respondió que temía que se hubiese ahogado en las cataratas del Niágara, según una amenaza que le había hecho ella en un acceso de ira. Fingió sentirse desconsolado y, hubiese o no borrado de la memoria todo recuerdo de su amante mestiza, se abstuvo al menos de jactarse ante nosotros de aquella conquista. Con respecto a mí, continúo adusto y reservado.
Durante dos semanas los caminos habían estado intransitables, pero ahora estaban completamente secos y polvorientos. La primavera vino de golpe, y apenas nos habíamos alegrado de su deliciosa aparición cuando se desvaneció dando paso al verano. En pocos días los árboles desnudos estaban cubiertos de hojas, y el suelo helado y pelado estaba alfombrado de hierba verde y decorado con innumerables flores.
Nuestra provisión anual de ropas, el nuevo traje para el cual se nos retenía una cantidad de nuestra paga, no había llegado todavía, y nos dijeron que tendríamos que comenzar la campaña con nuestras viejas ropas, que en la mayor parte estaban hechas harapos. Pero para hacerlas más presentables, se dijo a todos los que llevaban abrigos largos que hicieran de ellos chaquetas, y que redujeran sus sombreros a gorras; el género sobrante se usaría para remendar las roturas y quemaduras. Las gorras serían adornadas ahora con escarapelas de pelo, pero no habiéndonoslas suministrado, se esperaba que saliéramos a buscarlas, lo mismo que sus amos obligaban a los antiguos israelitas a que se proveyeran por sí mismos de la paja con que hacer sus ladrillos.
Terry Reeves, que hacía poco había vuelto con nosotros, con la herida curada y con mucha tristeza por haber tenido que separarse de su india, condujo una partida de veinte hombres a una pradera donde pastaba un rebaño de vacas, intentando cortarles el pelo del rabo. El plan fracasó. El campesino y un número de parientes que se hallaban en la casa de labor, ya que estaban asistiendo a un velorio, salieron con garrotes en la mano y comenzaron a golpearles con gran furia. Dos soldados volvieron con la cabeza rota y el cuerpo magullado, y cometieron la tontería de quejarse luego a su comandante de este «asalto premeditado». El comandante Forbes les dijo que se lo tenían bien merecido. En primer lugar, era un acto inhumano cortar de los rabos de las vacas esos hirsutos apéndices con que la naturaleza las había provisto para espantar las moscas que las atormentaban en la estación calurosa; en segundo lugar, habían ido sin sus armas cortas, que debían llevar siempre, siendo a los soldados lo que las espadas a los oficiales; y, finalmente, la crin de caballo era muy superior al pelo de las vacas para la fabricación de escarapelas. Terry, por consiguiente, dirigió una nueva expedición, protegidos por el manto de la noche, al cuartel de artillería dé Montreal, donde consiguieron suficiente pelo para toda la compañía, de las colas de los caballos que estaban sin vigilancia en los establos. "



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