Memorias (fragmento)Arthur Koestler
Memorias (fragmento)

"Pero, claro, yo estaba librando mi propia batalla en la retaguardia, defendiendo mis tranquilizadoras fórmulas, ecuaciones y racionalizaciones contra la escritura invisible que había aparecido en mi horizonte y que se me estaba acercando como el tío se acercaba a Maria. Y, en mi caso, Maria estaba del bando del invasor. Estaba enferma, pero poseía el don de leer ocasionalmente fragmentos de esa escritura. Conocía, aunque fuera algunas palabras, ese lenguaje al que yo había estado sordo. Estaba empezando a discernir los sonidos, aunque su significado me resultaba incomprensible. Sin darse cuenta de ello, Maria me estaba convirtiendo gradualmente a su punto de vista; y yo, también sin advertirlo, la estaba convirtiendo al mío. Esa clase de situaciones es, desde luego, bastante común; en un matrimonio ocurre a menudo que los cónyuges cambian recíprocamente sus actitudes. Estábamos jugando a una extraña mezcla de la gallina ciega y las sillas musicales. Sin embargo, no era un simple pasatiempo intelectual, sino una partida que entrañaba riesgos reales, ya que al cabo de un año Maria estaba muerta y yo condenado a muerte en una celda. De manera que si empleo adjetivos como «desesperado», su uso está plenamente justificado.
La diferencia entre nosotros es que yo deserté y abandoné a Maria, mientras que ella nunca lo habría hecho, ni conmigo ni con ningún otro. Pero también eso estaba implícito en la situación, porque ella podía leer los mandatos de la escritura invisible, mientras que yo solo comenzaba a comprender que pudiera existir tal cosa.
Durante esa crisis mental no «sufrí» del modo en que se sufre un dolor de muelas. Pero experimentaba una especie de conmoción interior crónica que, aunque concernía a materias aparentemente abstractas, me hacía gritar mientras dormía y cuya naturaleza podré ilustrar mejor mediante una digresión.
En 1952 me encontré en Princeton con un viejo amigo, el ya fallecido Hans Reichenbach, un eminente lógico y matemático, profesor de filosofía en la Universidad de California. Hacía cerca de veinte años que no lo veía. Había envejecido y se había quedado parcialmente sordo; no usaba uno de esos modernos audífonos, sino una anticuada trompetilla. Me preguntó qué tipo de cuestiones me habían interesado últimamente, y yo le dije que me había interesado por la obra de Rhine sobre la percepción extrasensorial. Me replicó que todo eso no era más que una patraña, y yo le dije que no creía que fuera así, al menos las evaluaciones estadísticas de los experimentos parecían mostrar resultados relevantes (lo que significaba que parecían confirmar la existencia de fenómenos telepáticos y otros de naturaleza afín). Reichenbach sonrió y me preguntó:
—¿Quién ha evaluado esas estadísticas?
—R.A. Fisher en persona —dije. (Fisher es uno de los más destacados expertos contemporáneos en el cálculo de probabilidades.)
Reichenbach se ajustó la trompetilla.
—¿Quién has dicho?
Y yo grité al aparato:
—¡Fisher! ¡El mismísimo Fisher!
En ese momento se produjo un extraordinario cambio en el rostro de Reichenbach. Se puso pálido, apartó la trompetilla de su oreja y dijo:
—Si eso es verdad, es terrible, terrible. Significaría que tengo que abandonarlo todo y volver a empezar de cero.
En otras palabras, si la percepción extrasensorial existe, todo el edificio de la filosofía materialista se desmorona. Y para un filósofo profesional eso significa el desmoronamiento del trabajo de toda su vida.
La batalla que libraba en retaguardia contra Maria era de una naturaleza abstracta similar, y aun así profundamente emocional. Yo era más joven que Reichenbach y no era profesor; pero aceptar la existencia de otro plano de la realidad, inaccesible a la mente racional, significaba, aunque en grado menor, una muerte y un renacimiento espiritual. Mi ya vacilante credo comunista no era más que la quebradiza superficie de mis creencias. Pero más allá estaba todo aquello que había pensado y creído desde mi más temprana época de estudiante, basado en los grandiosos hallazgos de tres centurias sin parangón, desde el Renacimiento hasta el triunfante siglo XIX. Más allá estaban las derrotas del oscurantismo y la superstición, la gran desinfección de la mente humana, la creencia en la razón y el progreso, la desecación de las pantanosas tierras del misticismo, la sensación de tener un suelo de firme roca bajo los pies. Pero ahora todo eso parecía ceder, como el lento comienzo de un corrimiento de tierra. María pensaba que mi dolor interior era la consecuencia de haber recibido muchos golpes; pero en realidad era más bien el resultado de golpes internos, una especie de retortijones y convulsiones de las vísceras espirituales, lo cual puede resultar muy aterrador.
Ese estado me llevó a protagonizar algunas absurdas escenas en la casa del lago. Un día, en la terraza, estábamos sentados uno frente al otro a la mesa de la terraza bajo la resplandeciente luz del mediodía. Habíamos estado nadando, y aún podía sentir a mi alrededor las ondas del agua y los círculos de silencio sobre el lago. Le comenté a Maria que, si me descuidaba, me pasaría todo el día en el lago y nunca terminaría de escribir la novela. Fue lo peor que podría haber dicho. Maria nunca me molestaba para que dejara de trabajar y apenas ponía el pie en el piso de arriba. Sin embargo aquel día, de forma bastante excepcional, había llamado a mi puerta y me había propuesto tímidamente que fuera con ella a nadar. Aquello debía de haber resultado muy duro para ella; tenía que haberse sentido inusualmente sola o asustada. En mi obtusidad, no me había dado cuenta de ello. "



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