Kassel no invita a la lógica (fragmento)Enrique Vila-Matas
Kassel no invita a la lógica (fragmento)

"Por la noche en casa vi en la televisión un documental sobre la poderosa China moderna y, cuando mi mujer se fue a dormir, me dediqué a indagar sobre Kassel y así pude saber que en el afrancesado palacio de la Orangerie todos los telescopios apuntaban a Clocked Perspective, una obra del albanés Anri Sala, situada en el Karlsaue, a unos dos kilómetros. Al lado de los telescopios estaba colgado, en medio de varios relojes, un cuadro de G. Ulbricht de 1825 que representaba un castillo; en la pintura estaba integrado un reloj real, pero mientras que el castillo estaba en posición oblicua en el cuadro, el reloj estaba, en cambio, en una sorprendente posición paralela a éste. Anri Sala —sin duda el albanés al que se había referido mi amiga de Getafe en su reciente correo— había corregido este error en su escultura y era su reloj el que reflejaba sesgadamente el tiempo y se ajustaba así al cuadro de Ulbricht.
Dos horas después, me dormía pensando que iría a Kassel a buscar el misterio del universo extraviado e irrecuperable, pero también a iniciarme en la poesía de un álgebra desconocida y a buscar un reloj oblicuo. Y soñé que alguien me preguntaba de un modo insistente si no creía que el gusto tan moderno por el universo de las imágenes se alimentaba de una oscura oposición al saber. La pregunta podía formularse de un modo más sencillo, pensaba yo todo el rato. Pero la pregunta dentro de ese sueño cada vez se volvía más retorcida y a mí me molestaba una infinidad el lado intelectual de aquel enrevesamiento tan innecesario. Al final, me molestaba todo porque venía ya cansado del viaje que había hecho al centro del laberinto de las vanguardias del arte contemporáneo, donde me había encontrado con una situación de pura pesadilla, con una especie de lodazal en el que de modo obsesivo se repetía el mismo movimiento: el lodazal se convertía en un cuarto intensamente rojo y chino, donde yo, de forma implacable sometía los conceptos de casa y sentirse en casa a un escrutinio incesante y escéptico, inagotable.
Cuando desperté, había sido tan intrincada la trama intelectual de la pesadilla que me alegró descubrir que el mundo real, en cambio, era muchísimo más sencillo, diría incluso que mucho más idiota.
Eran las cinco de la madrugada y, como me había quedado de pronto sin sueño, fui a mi despacho y me dediqué a releer La muralla china y otros relatos en un viejo ejemplar de mi biblioteca que hacía años que no abría. Encontré allí, entre esos otros relatos, uno que no recordaba, titulado «Regreso al hogar», escrita en Berlín en 1923. Recuerdo la emoción en cuanto empecé a leer porque me di cuenta de que en cierta forma contenía una explicación de por qué él, en carta a su novia, había escrito aquella frase algo misteriosa en la que decía que en el fondo era un chino que volvía su hogar. De hecho, tuve la impresión —potenciada por la hora, tan propicia a esas sensaciones— de que aquella historia de 1923 había sido escrita para mí, escrita para que la leyera cuando un día, en el curso del tiempo, me llegara la hora de viajar a un enclave chino en el centro de Alemania:
Al regresar, atravieso el zaguán y miro. Es el viejo cortijo de mi padre [...] He llegado. ¿Quién me recibirá? ¿Quién espera detrás de la puerta de la cocina? La chimenea humea, están preparando el café para la cena. ¿Sientes la intimidad, te encuentras como en tu casa? No lo sé, no estoy seguro [...] Cuanto más se titubea ante la puerta, más extraño se siente uno. ¿Qué tal si ahora alguien la abriese y me hiciese una pregunta? ¿Acaso yo mismo no estaría entonces, como alguien que quiere ocultar su secreto?
¿Escrito esto para mí? Pues, ¿por qué no? Me acordaba de aquello tan sencillo y candoroso que se había preguntado Kafka en cierta ocasión: «¿Será cierto que uno puede atar a una muchacha con la escritura?» Pocas veces se ha formulado con tanta ingenuidad, tanta precisión y tanta hondura la esencia misma de la literatura. Y la tarea misma que Kafka le iba a fijar a la escritura en general y a su escritura en particular. Porque contrariamente a lo que creen tantos, no se escribe para entretener, aunque la literatura sea de las cosas más entretenidas que hay, ni se escribe para eso que se llama «contar historias», aunque la literatura está llena de relatos geniales. No. Se escribe para atar al lector, para adueñarse de él, para seducirlo, para subyugarlo, para entrar en el espíritu de otro y quedarse allí, para conmocionarlo, para conquistarlo...
Franz Kafka, el hijo del comerciante Hermann Kafka, parecía ahí, en ese cortijo del padre, percibir que, pese a sus apariencias, la casa ni le pertenecía. Y uno entonces fácilmente podía imaginárselo titubeando durante horas ante el viejo caserón y al final no entrando y dedicándose a proseguir con tenacidad su búsqueda de un lugar, de un hogar que quizás no encontraría nunca al volver a casa, pero que podía encontrar un día en medio del camino. "



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