El hombre que llegó a un pueblo (fragmento)Héctor Tizón
El hombre que llegó a un pueblo (fragmento)

"El sol ya estaba en la copa del molle y del aliso y un hombre pequeño de cejas canosas y rectas como una sola raya vino trotando hacia la casa de doña Santa con el cañón y el ramo de bombas de estruendo y pidió la venia para empezar.
Cuando el hombre gordo dijo lo último que dijo, se murió. Pero se murió fácilmente, sin molestar y sin contraste, sin un gesto, como quien se duerme de cansado, sin entusiasmo ni pena. Y a muy poco de muerto ya no parecía gordo ni analfabeto; sólo parecía inocente, pálido y descansado como libre de la pesadez de la vida, pensó él. Y como si fuera ya otro que dijera dejo ahora aquí lo que me estuvo sobrando durante la vida, o como si dijera me quedo aquí —él lo pensaba— mientras otros juegan y la boca dulce y lenta de la tierra come lo que siempre me ha sobrado. Nunca, quizá, se había conmovido por su patria ni a causa de sí mismo, ni se había reído, tal vez, con risa destemplada ni había llorado solo y en silencio. Ahora tenía una pierna doblada por la rodilla y él se la estiró a tiempo para que estuviera par y tiesa con la otra y la boca y los ojos semiabiertos y en una de las manos un puñado de tierra con el que estaba entretenido al irse. El burro tampoco se conmovió. Dos horas antes habían llegado al río, sólo o poco más que un hilo de agua serpenteando entre la arena y las piedras y los troncos muertos arrastrados ribereños. La playa estaba a trescientos metros y él pensó que era mejor ir hasta allí porque seguramente sería más fácil cavar. Pasó el ronzal por debajo de los sobacos del muerto y no tuvo ni siquiera que sugerirle al burro lo que debía hacer; lentamente comenzó a arrastrar el cuerpo hacia la arena ribereña y allí se detuvo. El gran pájaro en la comba del cielo había regresado y sobrevolaba otra vez. Él buscó un palo seco y duro abandonado en la playa y comenzó a cavar, y a medida que lo hacía resultaba más fácil, pero luego a menos de un codo se cansó y allí echó al muerto, que rodó de perfil. El pájaro en el cielo no se detuvo porque era un águila y las águilas no comen sino la carne que se mueve. Pensó por un momento que el hedor, como antes el fuego, podría delatarlo; y al contemplar al muerto otra vez le miró los botines, eran de suela fuerte y estaban nuevos y sin dudar se los quitó y los guardó en la alforja junto al libro; la tarea fue fácil porque le iban holgados. El muerto quedó descalzo y así parecía más indefenso y muerto. Pero él lo tapó con la tierra húmeda y fría y encima de ese túmulo puso una piedra blanca, el más blanco de los cantos de cuarzo de la ribera encima de todo, como si lo quisiera para sí, y después se lavó las manos en el río, se frotó las manos con arena y agua hasta que las tuvo rojas y adoloridas.
El sol estaba remontando y el hombre no tenía nada que comer. Buscó en la alforja y sólo halló el libro, sus tapas de cartón hinchadas por la humedad. “Es todo lo que tengo”, pensó. Luego vio al burro ocioso e inmóvil junto al hilo de agua del río y dijo: “Es todo lo que tenemos”. Recogió entonces las riendas, montó al burro sobre las ancas y echaron a andar hacia adelante. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com