La sombra del gudari (fragmento)Rosa Pereda
La sombra del gudari (fragmento)

"Aquella noche me dejaron sola en el piso de la playa.
Con el aparato que usábamos para estudiar, cogí Radio Lassemberg: Crosby, Stills and Nash eran la voz de una libertad añorada, la independencia de aquel barco pirata que emitía buena música desde alta mar, para mí y para gente como yo. Radio Lassemberg había acompañado a la gramática histórica, la lingüística, el latín vulgar, el laqno rumano, y también al Materialismo y empiriocriticismo, La revolución permanente o Sobre las nacionalidades: hoy acompañaba mi miedo y mi insomnio. Tienes demasiada imaginación, me decía la Rubia. Y más imaginación, más miedo. Yo miraba, sola en casa, la nevera vacía y sabía que bajo mi cama, enfundada en su bolsa de lona, estaba la vietnamita. Y cerrado con llave -qué podría decir yo si me cogían-, el bolso de Koldo. Cuanto menos sepas, menos puedes cantar, dijo la Rubia. Pero eso no valía para esta vez, porque si me detenían a mí, detendrían también la vietnamita y el bolso.
El día amaneció lluvioso y yo helada en la butaca donde me había dormido por fin. El Nescafé sabía a matarratas, diluido en agua caliente del grifo. Sonó el teléfono, pero no lo levanté, porque no había seguido la clave. Me asusté. Sola como estaba, me parecía que podía haber ocurrido cualquier cosa. Durante muchas horas más, hasta la noche, estaríamos dispersos, sin saber nada unos de otros. Se me antojó que era muy peligroso, que podía ser dejarse cazar, pero las instrucciones estaban muy claras, el plan de fuga era muy concreto e incluía que yo me quedara allí hasta que vinieran a buscarme. Y entonces no discutíamos a la organización lo que sí discutíamos a todo el resto. Yo me había convencido de que la disciplina era, tenía que ser, piramidal; que lo exigía la clandestinidad, y que sólo cuando consiguiéramos volar la sociedad de clases, y no lo verían nuestros ojos ni siquiera quizá los de nuestros hijos, habría una libertad total. La disciplina, la clandestinidad y todas las molestias y riesgos que traían consigo, había que ponerlas en la cuenta del dictador, y, en todo caso, de la burguesía. Allí estaba yo, atrapada en el piso de Sopelana que adorábamos y que habíamos mantenido limpio hasta hoy, sin poder moverme, ni llamar, ni hacer nada hasta la tarde, y con la sospecha que no me atrevía a formular -que no me formulé hasta mucho después- de que estaba en aquel piso que nunca habíamos utilizado para la guerra, y que por tanto era el más seguro, no por mi seguridad, sino por la del marco y el bolso de Koldo. Después de todo, cuando saliera, si todo había ido bien, tendría que llevármelos conmigo: aquella casa debía permanecer intocable, era una casa de familia y nada de todo aquello, fuera lo que fuera, podía quedarse allí. Busqué en el aparador de la sala un paquete de galletas que mi hambre recordaba vagamente, pero en ninguno de los tres cuerpos del trinchero -esos muebles de casa de playa vasca, madera clara, sobretapa de cristal, la mesa que recordaba al Chippendale, las tapicerías beige sufrido, la alfombra clara enrollada y envuelta, las butacas al pie del ventanal y las cortinas que se lavarían antes de Semana Santa- había nada comestible. Recorrí luego inútilmente la cocina, y añoré los tiempos en que en la panera metálica había pan. No recordaba qué había comido al mediodía, pero sabía que desde entonces no había probado bocado. Agua, Nescafé y azúcar. Era todo. No habían sido muy considerados, me dije.
Fue Koldo el que inopinadamente llegó a media tarde. Oí los dos timbres cortos, la pausa en la que conté mentalmente hasta cinco, el timbre largo y el otro mínimo, y abrí. Me empezaron a temblar las piernas, porque era una locura que Koldo viniera a esta casa. Él no era nuestro: él era de Kope. No sé si ellos se llamaban a sí mismos Kope, pero cuando hablábamos de ETA, cuando leíamos y discutíamos sus papeles, los llamábamos así. "



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