Polvo y espanto (fragmento)Abelardo Arias
Polvo y espanto (fragmento)

"Las tunas, algarrobas y mistoles estaban verdes, ya no tendrían miel silvestre hasta la primavera. La dificultad de alimentar crecía y de nuevo faltaba el agua. A nadie le interesaban sus habilidades de costurera. No se atrevió a volver al puesto donde la señora lugareña, cuyo nombre seguía ignorando, le regaló harina y quesillos. Nada de orgullo, estaba segura de que no le darían ni venderían la menor cosa. El temor los apartaba como a leprosos. No había orgullo capaz de enfrentarse con el hambre; el hambre debía ser el supremo orgullo del cuerpo. Precisaba definiciones de todas las cosas, seguridad. Tuvo miedo cuando por primera vez el cura Achával le dijo que Dios era lo absoluto, miedo a la palabra.
Necesitaban comer, sus enfermos apenas podían moverse. La cicatriz del hombre se descascaraba, le quedaría la marca de los dientes de José, marcada como ganado. Qué más daba, nunca volvería a usar un traje descotado, ni joyas, ni nada. Era un objeto usado. Tenía hambre. No le importaba ya que Pedro la hubiera visto desnuda. Tenían hambre; perros sarnosos que rondan los ranchos y nadie les tira un hueso por temor a que se aquerencien y contagien. Son, eran, tan repugnantes. No podía dudar más. Evitar un mal mayor. Había escogido este papel de madre mantenedora de dos enfermos, “si está loca que se la roben los indios”, en lugar de amamantar a su hija. Debía llevarlo hasta sus últimas consecuencias. No se abandona una cruz en mitad de las estaciones del calvario.
-¡Dios mío, siempre caigo –se golpeó el pecho dolido- en la tentación soberbia de compararme contigo!
Calló, temerosa que Pedro, ¿quién más?, pudiera escucharla. Ya no cantaría más la calandria para la señora de Libarona. Ni era más una señora, tenía hambre. A los jesuitas les achacaban lo del fin justifica los medios; pero los habían echado de sus misiones, de todos los lugares en que ellos se habían mezclado, de verdad, con los indios. Tenía que hacerlo, aunque hubiera nacido una Palacio, descendiente de grandes de España. Ganas de gritar ¿qué era esta grandeza ante la grandeza de la desolación y la miseria americana? Palabras, puras palabras hinchadas de vanidad como una panza con hambre. Y seguirán siendo palabras, hasta el Juicio Final, para gentes con hambre.
Echó a caminar. Ningún motivo para doblar la cerviz. Ningún Palacio, por pura altivez, había realizado o confesado lo que ella haría esa noche. Ninguno, en todo el frondoso árbol genealógico, tuvo hambre como ella misma esta noche. Y sus enfermos tenían hambre, los ojos y las bocas descuajados; pero esto podía ser excusa. Agustina Palacio tenía hambre desesperada, se le juntaban todas las posibles hambrunas de un linaje, las del Buenos Aires fundado por Don Pedro de Mendoza, los hombres comiéndose los cadáveres de ajusticiados. Ningún estremecimiento. Ni rastro de leche en sus hermosos pechos, sí, eran muy hermosos, aunque un hilillo de sangre se escurriera entre ellos. ¿Y si le azuzaran los perros, si la robaran los indios o la devoraran los jaguares? También, podría ser un manso puma. No le importaba, tenía hambre.
La luna en cuarto creciente podía ser acusación o complicidad del cielo. No necesitaba su hipócrita resplandor, conocía el camino de su perdición. La luna maldita ¿por qué, a veces y amando, maldecimos lo amado? estaba en el cielo, los imagineros la ponen a los pies de la Virgen, una barca de plata. La Virgen en una barca y ella muerta de sed y hambre. "



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