Siempre fue invierno (fragmento)Piedad Bonnett
Siempre fue invierno (fragmento)

"¡Todavía le dolía pensar en Sophie! Era como si la pena se le hubiera enquistado debajo de la piel, y, como en el caso de esas enfermedades que se ven agravadas por el frío o el calor, se recrudeciera en determinadas circunstancias, y volviera a hacerlo sufrir. Después de recibir su carta, Ángel había naufragado en un tremedal de conjeturas que lo llevaron, una y otra vez, a preguntarse cuál era su culpa. Pero al llegar a la conclusión de que todas sus acciones habían sido no sólo correctas sino inocentes, su tristeza se convirtió en resentimiento. Ya en la infancia una mujer lo había abandonado, sin considerar la magnitud del dolor que dejaba atrás. Tampoco a ella habría de verla más, porque la muerte se había encargado de que el abandono fuera para siempre. Esta vez al menos le quedaba su orgullo, esa noble coraza de la que todo ser humano puede echar mano. Cambió de vivienda, se sumergió en el estudio, y en cuanto acabó el último curso, tres meses después, hizo sus maletas y volvió a Colombia. Consiguió el mal empleo que ahora tenía, empezó a escribir los cuentos que se le habían ido ocurriendo en sus años de exilio, se acostó cuando pudo con muchachitas sin gracia que durmieran toda la noche con él y tuvieran la gentileza de hacerle un café en la mañana, y se olvidó del amor. Y en ésas estaba cuando apareció Franca, provocadora como una sonrisa burlona. Ángel había vuelto a tener miedo, como en las primeras noches en el internado, cuando antes de acostarse contemplaba las cruces torcidas del cementerio del colegio. Pero el de ahora no era miedo a lo oscuro, a lo impregnado de muerte, sino a lo que brilla en demasía, nos deslumbra y nos pierde.
En medio de la penumbra, Ángel alcanza a ver el retén del ejército con sus conos naranja y sus hombres de camuflado. Increíble que en esta noche helada estén instalados aquí, prácticamente en descampado. Se orilla, no sin sentir cómo el corazón le da brincos. Un teniente asoma por la ventana su cara anodina y le pide papeles: todo está en regla, la tarjeta de propiedad, el pase y, sin embargo Ángel tiene que controlar el temblor de sus manos al entregarlos. Lo hacen bajar del jeep y otro soldado sube con una linterna a inspeccionarlo. Debajo de la guantera está su maletín de primeros auxilios; el soldado pide permiso para abrirlo, y al hacerlo aparecen los implementos médicos rigurosamente ordenados. Lo cachean, y a la pregunta de para dónde va él dice que para Choachí, a hacer turno en el hospital. En el momento en que cree ver suspicacia en la mirada del teniente, éste le da las gracias, sin sonreír y le desea buen viaje. Ángel arranca lentamente, y del mismo modo recorre los siguientes siete kilómetros, mirando de vez en cuando por el retrovisor a ver si lo siguen. Si un carro aparece detrás del suyo él lo deja pasar, azorado, sintiendo una tensión insoportable en su cuello. Llega por fin a la desviación que anda buscando, y se interna por una carretera destapada y sin embargo bastante transitable. Cuarenta minutos después divisa el trapo rojo enredado en la estaca y gira de nuevo a la derecha. Recorre cinco kilómetros, muy lentamente, y por fin divisa la casita de ladrillo, de puertas verde oscuro; antes de que tenga tiempo de hacer señales de luz ve que la puerta del garaje se abre. Tiene la espalda empapada, y no precisamente de lluvia.
En la semipenumbra reconoce la cara de Jairo. Detrás de él, en el umbral que une el garaje con la cocina, ve la sombra de otro hombre joven, de cachucha, que saluda con un gesto de cabeza y se queda mirando cómo los amigos se abrazan y se palmotean las espaldas antes de darle la mano. Jairo lo hace seguir a la sala vacía de la casa donde están, sentados en el suelo, dos tipos con pinta de estudiantes que al verlo hacen silencio y luego se levantan. Les presenta a Ángel con cierta prosopopeya: un compañero, médico, que viene a echarnos una mano. Ya allí, a la luz desvaída de una lamparita que alumbra en un rincón, Ángel puede observar con cuidado a su amigo. Aunque no hace más de tres meses que se vieron ha experimentado cambios notorios: está más flaco, lleva el pelo más largo y una barbita rala que lo hace ver un poco más viejo. Va vestido con un pantalón de dril verde, botas, y un saco de sudadera negro. En el ambiente hay un silencio tenso, como ésos que se sienten en las antesalas de cuidados intensivos o en los momentos en que un avión atraviesa una tormenta. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com