Dios en la tierra (fragmento)José Revueltas
Dios en la tierra (fragmento)

"Componían el «barrio» un grupo de pequeños edificios, todos idénticos, y dispuestos, todos también, en la misma forma: un salón relativamente amplio, con piso de cemento, y al fondo, por el sitio de la orquesta, dos pasillos estrechos a través de los cuales se penetraba en los cuartos, pequeñitos y malolientes. «Yoshiwara.» Los gringos creían, en realidad, que era una especie de Yoshiwara vernáculo, con «geishas» y todo, geishas mexicanas. Pensaban en cierto ambiente de misterio y de vicio oriental, hecho al trópico. Al penetrar ahí, en el salón frenético, donde la música era como notas de alcohol, escogían ciegamente a las negras, a las mulatas. Invariablemente a las negras y a las mulatas, a su carne colonial, exótica, donde el sexo rubio intentaría vanos y escandalosos descubrimientos. No se avergonzaban los gringos, pues se aturdían expresamente de alcohol, mal o buen whisky, para hundirse con torpeza entre las piernas negras, entre los lejanos úteros, negros y secos. «Yoshiwara.» El Japón o la Malasia, Singapur o El Cairo o México; nunca Nueva Jersey o Columbia; nunca la Iglesia Bautista o la Christian Church o el Adviento del Séptimo Día. Los gringos gritaban a voz en cuello con su negra encima. Gritaban, convertidos en «niños terribles», convertidos en marineros de paso, usando el slang que tanto reprimían sus esposas, allá, en el hogar, blanco de refrigeradores y conservas enlatadas.
No sólo los gringos iban al «barrio», al Yoshiwara mestizo. También los obreros calificados de las fundiciones aparecían para bailar con el sombrero puesto. Enseñaban sus rostros cansados, que la lubricidad tornaba como de ebrios, de ebrios sucios y sensuales, con los ojos a punto de ensombrecerse en espasmo. La música gritaba, chillaba, pataleaba. Estridencias modernas, gesticulantes, que los obreros hacían ritmo extraño, contorsionándose, con un grotesco prestigio de copulación sin freno, al través de las vestiduras. Los músicos quedaban ahí, en la plataforma, acostumbrados. Podría ser dramática su situación, angustiosa, allá por los burdeles románticos del siglo XIX. Hoy, eunucos cansadísimos, cansadísimos, con sus caras largas de violonchelo. Eunucos ante los gringos y los trabajadores de la fundición; ante la dueña de la casa, infame y gorda, de carnes húmedas y calientes. Ante sus propios instrumentos tan sin sonido.
Pero hoy en la mañana el «barrio» era frío y ceniciento. Por sus calles sin puerta sólo las alcantarillas chorreaban un poco de cosas nocturnas, de agua humana con apagados espermatozoides.
Observando con un poco de asombro, El Pescador cruzó la amplia sala de cemento. Había ahí un aire de alcohol agrio, de licores descompuestos por cosas intestinales. Nunca había contemplado un burdel bajo el sol, a plena luz del día. Siempre de noche, en las sombras y con la cabeza turbia por la bebida, pues un hombre cínicamente honesto debe entrar siempre borracho en esos sitios.
La sala, con su cemento, con su papel crepé por el suelo, con su plataforma desolada, parecía una cárcel, y esto contribuía a que El Pescador experimentara con más angustia el desasosiego indeterminado que al despertar se había apoderado de su ser, aun antes de encontrarse ahí. El día anterior —es decir, apenas veinticuatro horas no cumplidas— Molotov le encomendó la extraña tarea. Pero ya por la noche una serie de emociones y sentimientos tenaces le embargaron el espíritu de manera inquietante: algo había sido tocado en su ser más íntimo. Algo que ignoraba y que no había sospechado poseer, pero que era muy parecido al remordimiento y a la vergüenza, como si hubiese cometido una acción turbia o abrigado un pensamiento excepcionalmente monstruoso y bajo, como esos que se ocurren, a veces, al amparo del pensamiento mismo, de su impunidad, y que el hombre no confesará ni en el último juicio. "



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