El cordero (fragmento)François Mauriac
El cordero (fragmento)

"Xavier desechó esa idea absurda, abrió La vida espiritual, comenzó a leer articulando en voz baja cada palabra: "El tratado de los ángeles es un tratado teológico en el que Santo Tomás se apoya sobre luces reveladas. Pero contiene virtualmente un tratado de pura metafísica que concierne a la estructura ontológica de las sustancias inmateriales y la vida natural del espíritu llevado al estado puro. El conocimiento que así podemos adquirir de los espíritus puros creados se desprende en primer grado de la intelección ananoética o de la analogía. El sujeto transobjetivo domina el conocimiento que tenemos de él y sólo se convierte en objeto para nosotros en la objetivación de otros sujetos sometidos a nuestro imperio y trascendentalmente considerados: pero, sin embargo, el analogado superior..."
La revista se le cayó de las manos, echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos. No creía en el azar. No era un azar si apenas comenzado el viaje en el que se decidía toda su vida Dios lo había dejado sucumbir a esa tentación, siempre la misma, a su tentación, que él llamaba "la tentación de los demás", ese interés invencible que despertaban en él. Y tampoco era un azar si él se cruzaba por la historia de ellos, si estaba mezclado: los veía, los sentía; los desconocidos lo absorbían. Nadie, salvo él, en el tren o en el andén, había reparado en esa pareja. Nadie había notado nada insólito en el muchacho y en la joven que no se hablaban. Desde la infancia oía repetir a su padre y a su madre: "¿En qué te metes? Deja que los demás se arreglen..." Pero siempre tenía que meterse en donde no debía.
Su director espiritual le había enseñado que lo que consideraba impulsos caritativos encerraba una secreta y peligrosa delectación, que llegaría un día, si era la voluntad de Dios, en que saldría del noviciado, fuerte, armado contra todas las trampas, y ese don por fin sobrenaturalizado podría servir para conquistas de la Gracia. Pero ¡qué lejos estaba de ello! Y cómo podía dudarlo en ese mismo minuto en que sentía el corazón derretírsele de ternura por dos desconocidos, por ella sobre todo, que en ese mismo momento debía de rodar sola por algún camino, del lado de las praderas o a orillas del río abrasado, hacia una casa de campo... Encontraría los zapatos que el muchacho se había quitado pocas horas antes, la chaqueta de caza tirada sobre la cama, y, sobre la mesa, la ceniza de su último cigarrillo.
Xavier, en un esfuerzo de toda su voluntad, se arrancó de esa visión. Nunca terminaría de remontar esa pendiente, volvería a caer sin cesar sobre los seres, los que no le eran nada, a los que no estaba unido por ningún lazo de sangre y de los cuales ignoraba todo, salvo lo que presentía, "lo que husmeaba", como solía decir. En cambio, dentro de su familia debía luchar sin tregua contra impulsos de ira o de desprecio. Ni su padre, ni su madre, ni su hermano se beneficiaban de ese amor que lo inundaba ante el primer rostro entrevisto. Volvió a tomar el fascículo abierto sobre las rodillas: "Pero, sin embargo, el analogado superior así alcanzado no trasciende el concepto análogo que lo posee, la amplitud trascendental del concepto de espíritu basta para envolver el espíritu puro creado".
Ninguna de esas palabras tenía sentido para él. ¿Cómo se las arreglaría en el seminario? ¿Cómo saldría del paso? En cuanto un libro hablaba de Dios no reconocía nada del Ser a quien él mismo hablaba. Apoyó la frente contra el cristal. El tren aminoraba la marcha, pues estaban arreglando las vías. Los obreros aprovechaban ese corto descanso. Xavier se fijó en aquel que reía mirando a los viajeros y en el viejo con las manos apoyadas sobre el mango del pico, más separado de él que por los espacios interestelares, ínfimos privilegios de ese orden: un billete de segunda cuando existen terceras nos separa para siempre de los pobres, cava un abismo. Xavier lo experimentaba hasta el dolor. Ser sacerdote sería eso: que ya no existiera ninguna criatura hacia quien él no pudiera ir, con la cual no se encontrara de igual a igual. ¿Por qué estaba en segunda? Había buscado pretextos. Le habían dicho que no había tercera en ese tren o que estaría llena. ¡Mentiroso! Era una licencia que se había otorgado, una última licencia de lujo; ese lujo de estar aparte, al abrigo, defendido contra esos hombres a quienes pretendía amar y a quien soñaba darse sin compartirse.
El sentimiento de su miseria lo abrumó. El tren recuperaba velocidad. La niebla se desgarraba, y de ella emergían vendimiadores en medio de una viña ya enrojecida. Miró al pasar la sugestión de un sendero de jardín bajo los castaños talados, donde se detuvieron un hombre y una mujer ancianos, vestidos de negro. Quizás estuvieran de luto por el único hijo. 27 de septiembre de 1921. Xavier cumplía veintidós años. La guerra había terminado cuando su clase acababa de ser sacrificada. Y además una pleuresía lo había hecho eximir. No, no aceptaba excepciones. Había sido dado de lado en vista de otro sacrificio, estaba seguro de ello, lo sabía, siempre lo había sabido. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com