Relatos de un bebedor de éter (fragmento)Jean Lorrain
Relatos de un bebedor de éter (fragmento)

"Allitof en persona vino a abrirme. No se puede decir que fue una operación sencilla. Estaba encadenado y encerrado como en una fortaleza, y la puerta, de grueso roble macizo con una estrecha mirilla a la altura de la cara, sólo se entreabrió tras un prudente ¿quién es?, y todo un meneo, en el interior, de herrajes y cerrojos. Teniendo en cuenta el aspecto de la morada y la sospechosa impresión de la escalera, ese exceso de precauciones me sorprendía a medias: por otra parte, me daba la impresión de que mi Serge estaba mucho menos extraño y mucho menos cambiado de lo que me lo habían hecho temer los comentarios que había oído; mi visita lo había alegrado y animado y, aunque todavía estaba extraordinariamente pálido, me pareció menos delgado en su flotante traje hogareño que en los pliegues caídos de su pelliza de zorro. Lo había sorprendido en pleno trabajo y, muy feliz de la interrupción, charlaba ahora con alegría, tal vez un poco febril, sentado frente a mí en una amplia silla en petit point, del otro lado de la chimenea, donde llameaba un fuego de haya que hacía bailar unas grandes sombras flotantes en el techo tendido de paño, y dos altas lámparas de pie puestas al azar de los muebles daban una seguridad luminosa, un íntimo bienestar en esa amplia habitación tranquila y tibia, con las cortinas de las ventanas herméticamente cerradas; algunas flores de Niza se marchitaban en un jarrón y, aunque en todo el departamento flotara un persistente olor a éter, nada hacía pensar en un alucinado.
Serge me había recibido en su habitación, más calefaccionada en efecto que su estudio, y sobre el cubrecama todo bordado de viejas sedas, una bandada de libros depositados allí de antemano indicaba el proyecto de proseguir en la cama su trabajo. «Todo un estudio sobre la brujería en la Edad Media, sobre todo acerca del hechizo, porque Michelet no lo dijo todo —aseguró tomando de su escritorio un ejemplar de La bruja—, y sin embargo, ¡qué obra maestra! Si te dijera hasta qué punto desde hace tres meses he descifrado volúmenes y hasta verdaderos libros de magia, y latín de alquimista y de monjes, y griego gótico a medias bárbaro y hasta hebreo.
—¿Así que sabes hebreo, ahora?
—No, no del todo, pero uno de mis amigos es un rabino». Y como yo hacía una mueca, él replicó: «Y además, sabes, la ciencia no tiene ni patria ni religión. Si hiciera falta hasta vería a brujos, como Huysmans. Porque, ya ves, ese arte de la necromancia, tan calumniado a través de los siglos y que tan bajo cayó en la actualidad, es la ciencia de las ciencias, la suprema sabiduría, también el supremo poder. —¿Y te pagan bien por eso? —le pregunté—. —¡Bien! Sí y no; unos doce mil, pero no es más que una obra de crítica, te juro que ahora que sé, este volumen lo haría por nada, sólo por placer. Lo que ocurre es que me apasiona». Y con una exaltación de maníaco incitado por sus manías, se embarcaba en historias inverosímiles de sortilegios y de posesiones. Había puesto sobre el fuego un hervidor de plata donde se cocía lentamente un ponche de los suyos del que, se burlaba, ya le daría noticias, una receta del siglo XV encontrada en sus libracos. Afuera la lluvia caía a cántaros, a nuestros pies el hervidor empezaba a murmurar, y yo, con una sensación de bienestar, escuchaba como en una especie de sueño las divagaciones medievales de Allitof, y creo que nos encontrábamos en medio de un relato de mandrágora, ingenioso y bonito como un verdadero cuento de hadas, cuando Serge dejó repentinamente de hablar y, al mismo tiempo con una palidez blanquecina, se levantó de su silla como movido por un resorte. "



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