Viaje al monte Athos (fragmento)Luis Carandell
Viaje al monte Athos (fragmento)

"Junto a estos monasterios, y dentro de su propio territorio, existen pequeñas casas diseminadas, cedidas por los conventos a monjes solitarios que prefieren ser independientes para ejercer su ascetismo. Estas casas se llaman «skiti» y los hombres que viven en ellas son los más pobres del mundo que yo haya visto. Miserables huertos les proporcionan —no siempre— su humilde comida y si algún ingreso tienen es porque pasan sus horas pintando iconos de pésimo gusto o haciendo rosarios de madera o de granos de limón. La austeridad, o por mejor decir, la miseria en que viven, es completa. Yo he visto en las inmediaciones de Santa Ana a un rumano cuya túnica era un harapo o, por mejor decir, cuyo harapo pretendía ser una túnica, que vivía en una gruta natural de la montaña. Cuando le encontré estaba tendido en el suelo, dormitando, y al verme se puso a hacer aspavientos y a pedirme a voces un poco de pan. No muy lejos de allí encontré una cesta sostenida por una cuerda que estaba atada en otro agujero de la montaña, habitación de otro asceta. Había inventado este procedimiento para que los viajeros dejaran en su cesta comida o leña a fin de no tener que bajar al camino a pedir limosna.
Esta miseria es tan trágica que ya no es propiamente un ascetismo, sino una pereza absoluta envuelta de sentido religioso. El de la roca tenía una visión diaria, pero su cuerpo se depauperaba cada día y yo pensaba que mientras los que pasaban por el camino dejaban la leña o el pan en la cesta, él se estaba muriendo arriba de hambre y de frío.
Pero lo que es evidente en cualquier caso es que esta miseria es voluntaria. Uno de estos santones hambrientos no tendría más que acogerse como criado a un monasterio para ser decentemente alimentado. Sin embargo, no lo hace. Es un sentido de la soledad lo que le impulsa a ello. Algo muy extraño que actúa dentro de la naturaleza humana hasta límites insospechados. Habrá quien diga que no es más que la pereza la que obliga a permanecer así, en la miseria más absoluta. Habrá quien lo atribuya a una enfermiza afición al dolor, y los monjes dicen que se trata de una santidad que lo resiste todo. A las alturas en que estamos no soportamos ya fácilmente la presencia del sufrimiento. Queremos que todos sean civilizados, que todos trabajen, que todos tengan comida, vestido y casa. Si esto que veo aquí ocurriera en Suecia, el Estado ya les habría dado un sueldo. (Yo he visto en Estocolmo un violinista callejero que cobraba un sueldo del Estado). Posiblemente iría allí la policía y le construiría una «casa barata» y le pondría hasta cuarto de baño. A lo mejor estropearía la vida de aquel ser que se está muriendo en la gruta. Vaya usted a saber. Porque lo que llamamos el progreso tiene el inconveniente de no respetar lo que cada uno quiere.
¿El progreso? Athos está reñido con él. Athos entero lo repudia. La Epistasia no quiere hacer carreteras, aun cuando los americanos que visitan la península se empeñen en concederles un crédito. Entonces viene aquello de que los monjes se ponen rojos de ira y juntan las manos para decir gritando:
—Pero si nosotros no queremos carreteras; y los americanos a no entender el porqué.
—Porque no. Porque ya no sería Athos si hubiera coches, tranvías, autobuses, tiendas y grandes almacenes. Ya no pararía nadie en esta república.
Y evidentemente, Athos es la supervivencia de un estilo, de un espíritu que animó las comunidades y la forma de vida de la Alta Edad Media bizantina. En vez de querer el progreso, Athos quiere la paz, la oración, la hermandad de unos hombres con otros. Quiere, en última instancia, la frugalidad en la comida, el vestido sencillo, la carencia de espectáculos o de revistas gráficas que pretendan influir en e! ánimo de aquellos hombres. Quiere ser un oasis de paz en Europa y asegura, con sus treinta monasterios, la posibilidad de que los hombres de la civilización vayan allí a descansar de su atribulada vida.
La única tentación que los monjes no resistieron fue el teléfono. No hay electricidad pero hay teléfono. Viven con una vela, pero necesitaban el teléfono para que la policía de Karyes se comunique con la policía y la aduana de Vatopedi, el monasterio situado en la costa oriental de la península, y lugar que podría ser propicio al contrabando. En el momento de ser instalado el teléfono —que funciona a base de un grupo generador—, un monje viejo que ha pasado toda la vida en Athos quiso probar qué clase de artefacto era aquél. Cuando hubo escuchado la voz de un monje amigo de Karyes, fue presa de gran zozobra y exclamó (igual que en los cuentos antiguos). «El diablo está dentro», y empezó a temblar como un iluminado. "



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